1 de marzo de 2009

De ires, andares y quedares

A mi parecer hay, fundamentalmente, dos formas de viaje: una involucra movimiento, mientras que la otra demanda una quietud casi absoluta. La primera está asociada, generalmente, a los primeros años de la juventud, mientras que la segunda se amarra, casi siempre, a las agujetas de la vejez. Me explico: cuando uno es joven, intenta comerse al mundo, mirar tanto y tan distinto como sea posible. El mundo a la vuelta de la casa no ofrece tanto atractivo como la vuelta de la casa de otro joven, al otro lado del mundo. Entonces, el viaje es decidido. La necesidad de ir y ver cómo vive el otro, en qué condiciones se involucra en el acontecer de la rutina --misma que para uno, el viajero, puede resultar insólita y extravagante--, y cómo sueña con lo que a uno se le parece una vida aburrida --la de uno, claro es. Mientras el deseo esté vivo, es necesario darle rienda suelta a la conciencia: no es lo que se ve sino la mira que uno usa para triturar la información fortuita. Así es como se llenan los albumes de fotos: la cara sonriente, a veces cansada, frente al icono que la cultura ha llamado civilizado: Big-Ben, Torre Eiffel, el Teatro de la Ópera; la sierra raramuri.
El otro tipo de viaje, el asociado, casi siempre, a la adultez-vejez, es el de aquel que no va a ninguna parte. Sentado en la banqueta, o en una banca del parque del barrio, la vida pasa frente a uno. Es entonces cuando uno dice: para qué chingados anduve dando vuelta tras vuelta si la felicidad estaba aquí nomás, afuerita de mi casa.

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