11 de marzo de 2009

Me voy como si no queriendo

Me voy como si no queriendo. A un día de trepar al avión y sigo sin maletas ni conciencia de viaje. Si tan solo fuese posible la teletransportación, el desaparecer y reaparecer, de aquí para allá, en un instante, como si uno cayera por la tubería de un agujero negro. Claro que, en caso del hoyo negro, el viaje no sería de Australia a Inglaterra, sino de un universo --el que todos conocemos-- a otro que tal vez ni siquiera tenga seres humanos. Entonces mejor me hago el ánimo, imprimo mis boletos electrónicos, la dirección de la casa donde me hospedaré en Cambridge --en Victora Park--, el voucher para el hotel en Hong Kong, el pago de la aplicación para la conferencia en Geometría de Sistemas Discretos y Ultradiscretos en Glasgow, y echo unos cuantos calzones y mi MacBook a la maleta.
A fin de cuentas, viajar en avión es como la teletransportación, aunque no instantánea. Uno no se desplaza sino que permanece en el limbo por unas horas, suspendido a una distancia de la nada. No es posible decir: ya estoy pasando por Arabia, aun cuando cierto sea, porque las señales de referencia nunca cambian. Si uno se asoma a la ventana, no hay más que nada, nubes, oscuridad, un cielo azul despejado.
Los únicos cambios que se presentan en los vuelos largos, son la posición en la que uno intenta dormir, reclinado sobre su asiento de clase económica; la película ya vista tres veces, malísima pero que da la posibilidad de aburrirlo a uno tanto que el sueño vence al desinterés; jugar al ajedrez con la computadora del avión, aunque afirmo que ya es necesario que le suban al nivel porque siempre me la chingo y, cuando uno siempre gana, ya no es tan atractivo el juego.
Me gustaría poder ser, como el hijo más pequeño de la amiga de un amigo para quien,  subirse al avión, es suficiente para gozar de una buenas vacaciones. 

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