30 de octubre de 2009

La sombra de los ángeles

Nos acostumbramos a sepultar los sueños con caricias. Jugamos a que vivíamos una vida  ajena, pasajera, acaso reincidente. Nos mirábamos a los ojos tratando de llegar al otro lado, intentando descubrir la telaraña que deshilachaba al tiempo; no fuimos capaces de dar el salto sino que nos hundimos en la encrucijada de los sexos. Hoy ya no se quien soy, pero me recuerdo. También te recuerdo a ti, aun cuando cada vez se vuelve más incierta tu presencia. ¿Fuiste la que creo que fuiste o la que de tu deseo por volar por siempre te convertiste? Yo no lo se de cierto; alguien, acaso Jaime, lo supone.


Fueron días de sol intenso, de lloviznas por la tarde y moscas rondando de oreja a oreja. Yo no miraba al mundo si no era a través de tu presencia. ¿Para qué andar a rastras cuando volar se puede? Contemplamos al universo entero --Blake, ni modo, qué chingados-- en el penúltimo escupitajo de tu tía Carlota. Fue entonces cuando reímos a carcajadas, a rienda suelta y a eslabón deslavado. A partir de entonces, la lluvia ya no fue lluvia ni los crepúsculos atenuante insinuación del incontrolable paso del tiempo.


Hoy ya no sabemos de caricias, sueños o carcajadas. La distancia se volvió insondable desde la primera vez que cruzaste el charco. No fue en un A380, acaso en un 747. Tres asientos para ti sola, como si los espacios se hubiesen extendido tras nuestra separación. Volaste. Yo me quedé en el vuelo. Hoy yo no se si eres la que fue o soy el que es sin que el pasado en verdad haya sucedido. 

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