Ciertos momentos de la infancia le llegan a la mente, mientras nosotros nos vamos acostumbrando a la oscuridad donde, ahora si, alcanzamos a distinguirlo, acostado en posición fetal, con los ojos bien abiertos y un ligero traqueteo sobre la cama, con el dedo pulgar e índice de la mano derecha: construir una autopista con túneles de lodo, en el jardín trasero de la casa de la abuela, entre rosales y hierbabuenas, para sus hot-wheels, de esos que todavía eran –incluida la plancha– de acero, para jugar con sus primos, el de la madre divorciada y el del matrimonio socialmente estable pero totalmente disfuncional; acompañar a su padre al primer fraccionamiento –o suburbio– de la ciudad, y subir hasta la punta del monte, para tirarse en Avalancha y caer de bruces, raspándose la barbilla y pelándose la carne de ambas rodillas; ir de campamento con los del grupo 8 –futuro 32– de los Boy Scouts en su primer viaje de verdad, en el que habría de cargar su backpack con provisiones enteras, y andar por un camino de tierra, empinado y verdaderamente largo, hasta llegar a media senda y desfallecer, cayendo sobre su codo izquierdo y rompiéndolo en 3, dejándolo dislocado y con el brazo doblado hacia el lado opuesto de lo normal, y recordar que no dolía, sino que daba miedo la extrañeza del brazo en su insólita posición; estar en la cocina –bajo amenaza de no salir sino terminaba de lavar los platos–, y escuchar que su padre viene, y los nervios que se debilitan, incrementando el temor, y llega y le ordena que se apure, que se ponga a trabajar, y él no quiere, y su padre que sí, y toma un vaso, un tarro de cerveza de cristal, y lo estrella contra el piso, furioso de tanta impotencia propia e impunidad paterna, y el padre le grita, recógelo, y él se para firme y dice no, y siguen, el uno y el otro, hasta que llegan los gritos que llevan golpes enmarañados, y los golpes que vuelan y dejan atrás a los gritos y…
El silencio, ¿también es oscuridad? Ellos bailan al ritmo de sus cuerpos: manos, brazos, piernas y dedos entrelazados, anudados, confundidos unos con otros. Seguros de su historia, sabiéndose parte de una multitud de ficciones, viven cada momento como si fuera una película extranjera, con diálogos profundos y plano secuencias bastante largas, como esas de Bergman o Wenders. París, Texas; Guadalajara, Columbia Británica. Una luz intensa, de color azul cristalizante, naranja de aurora boreal, entra por la ventana. No estamos en Escandinavia ni Rusia ni Islandia. Allá sería mucho más sencillo dar la imagen visual, la gama de tonalidades de la luz solar en verano, ¡bendito verano! Nos conformamos con ver unos cuantos rayos de luz incidiendo sobre sus cuerpos, encandilándolos un poco, para desamodorrarlos y levantarnos del estupor en que habitan –casi siempre–, los amantes. Si, amantes: personas que tienen y comparten amor, de alguna de tantas maneras, siendo la más sincera el acto sexual, la separación del yo en el tú, del uno en el otro, para volar y volver desde allá, verse de lejos y soñar que uno es eterno, sin tiempo que medir, sin medidas para abusar; sin huellas impresas en el futuro ni deseos impregnados de pasado.
Después de varios intentos, logran levantarse de la cama. Ella abre la persiana; él se pone los boxers para ir al baño. Casi en la puerta, se interceptan en una mirada, se aproximan como electrones de cargas opuestas, y se vuelven a fundir en un abrazo, en un momento de no estar porque realmente están.Temen separarse, tanto como gozan estar juntos. Cuando uno de los dos está ausente, ella, digamos, él se mueve lentamente, con el alma perdida en el recuerdo del instante compartido y, si fuera él quien se ausentara, ella reiría y charlaría mucho con sus amigas, sobre vidas que se escapan, sueños realizados y otros que nunca lo serán.Creen en nada; sin embargo, se miran con asombro. Han conservado la sorpresa a pesar –o a favor– de su no creencia. Siempre están discutiendo, molestándose, peleando, acariciando, jugando, bailando, soñando, riendo, bailando, leyendo, andando, comiendo, bebiendo, hablando, y escrito, como esta lista de verbos sin significado, a menos que, en verdad, se hayan experimentado. Porque, ¿será posible experimentar las vivencias de otro? ¿Dejarse vivir por los sueños de otro? O, de otra forma ¿vivir en otro mientras me escapo de mi mismo?
Ellos son la confirmación de la incertidumbre. Responden a la nueva ciencia, al inicio del milenio que les ha tocado vivir, donde la clonación de seres humanos ya viene, y los viajes al espacio se han vuelto comerciales. No se preguntan si hay vida en Marte o en algún otro planeta, satélite, galaxia o universo. Se miran y sonríen, con un aire de complicidad, aparentando no saber lo que todos ya saben: entre ellos hay algo, casi equiparable a lo que se llamaría amor.
Ella es una contradicción: acelera el placer acortando la distancia; congela el sonido de las palpitaciones, sacando la lengua y girando los ojos a ambos lados; dosifica la medicina para el alma traspirando su amor entre gotas y ríos de sandía; sueña con los ojos abiertos y ama con el corazón sobre la mano; una mariposa, un tulipán o un colibrí, la naturaleza se muestra complacida en su visión. Si fuera música, se llamaría Alina, de Arvo Part.
Ella sabe que el hombre y la mujer son, de alguna manera, iguales. Pero, al mismo tiempo, está conciente de sus diferencias, no en escala de valores, yendo del bueno y excelente al malo o malísimo, sino de cualidades ajenas, donde el tener más se compensa con el menos, y unos y otros se vuelven simbióticos, en una fraternidad como la de la vaca y las bacterias de sus estómagos, o la termita y sus 5 bichos quienes, en realidad, son los que se comen la madera, dejando a la pobre termita en una pésima reputación por algo que ella no ha hecho. (¿Suena a historia de la sociedad en la que vives, lector?)
Acaso sea simplemente ella, la de la simbiosis
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