20 de junio de 2005

La invención de la oscuridad (quinta entrega)

Publicado en La Cultura en Occidente del diario El Occidental, domingo 19 de junio:
Hay momentos, días, acaso años, en los que se abre un gran paréntesis. Llega la confusión, el temor al futuro, al compromiso. Los años parecen más cortos, el pasado mucho más efímero, ante la repentina aparición de la muerte en el escenario. Los ánimos cambian, los refugios se van volviendo mucho menos confiables. Todo aunado a un estupor sin sentido, una fiebre que no termina porque no acaba de aparecer. Podría afirmarse que el factor decisivo es el miedo. Ellos saben que si vencen esta barrera, la vida se mostrará por fin.
Se confiesan amantes al vértigo, practicantes de acciones extremas, cerca del abismo. Se miran y se reconocen con ciertas dudas. Si tú estas allí y yo aquí, ¿cómo es posible que nosotros nos veamos en ellos? (la imposibilidad del otro en cuanto a comparación y no mera aceptación).

El paréntesis consiste en la supresión del instante. Aparece cuando llegan las preguntas: ¿por qué estoy aquí y no allá?, ¿cuándo inició el tiempo y cuándo terminará?, ¿dejaré de quererte algún día, aun cuando me enamore de otro o tú de otra?, ¿es sujeto de realidad lo que uno sueña?, ¿dónde inicio y dónde termino, si me veo desde ti y tú lo haces en mi?, ¿jugamos a vivir o vivimos para jugar?, ¿terminará el paréntesis con un punto, una coma o continuará indefinido por siempre?
Dejemos que el ( ) decida su mejor suerte.

De niño nunca quiso ser ni policía ni bombero. El jardín de niños Montessori lo dejó acostumbrado a hacer lo que quisiese cuando lo deseara. Sabiéndose inteligente, logró destacar en sus estudios primarios y, en menor medida, en los secundarios. Nunca fue un alumno de dieces. El diez es para Dios, el nueve para el maestro, el ocho para el alumno. Criado en esta costumbre, se conformó con el ocho. Casi siempre solo, sin primos ni hermanos, apenas logró entablar amistad con sus compañeros de escuela. No fue sino hasta el quinto grado de primaria cuando, por fin, se animó a invitar a un amigo a su casa. Si no lo había hecho antes, era por miedo al rechazo, a sentir una derrota que, en apariencia, era una victoria inminente. Fueron a casa, comieron hamburguesas y agua de jamaica. Jugaron con los carritos o los monos de He-man o el Jedi, de los cuales tenía casi toda la colección –impecablemente cuidada, por cierto–, hasta caer rendidos sobre la cama de sus padres, donde abandonaron el juego físico por el mental: una carrera de motos en el Nintendo.
Ahora que lo piensa con detenimiento, se da cuenta de su amor a la película de Star Wars. ¡Sí, lector!, cuando uno está en la oscuridad, no piensa necesariamente en temas demasiado profundos o existencialistas sino que, por el contrario, intenta evocar momentos felices, fantásticos, imaginativos. Star Wars nació con él; o él en la generación de Star Wars. En aquellos días, ante la pregunta: ¿qué vas a hacer cuando seas grande?, solía contestar, acertadamente: vagabundo. Y, como es de todos sabido, los niños siempre dicen la verdad, siempre están seguros de lo que quieren en la vida. El problema viene cuando ese niño se hace hombre, lleno de sueños fallidos y responsabilidades no deseadas. Por un momento, quedémonos con la idea primaria, básica, original: el niño quería ser vagabundo, andar por el universo, de una estrella a otra, visitando planetas con otros tipos de vida. Se puso como objetivo viajar. Ahora tocaría encontrar la manera de hacerlo. Nada fácil, ¿o si? Cuántos habemos que jamás encontramos el tiempo propicio o el dinero suficiente, el lugar adecuado o la compañía pertinente. Por lo menos el niño cree en algo. De esa creencia se irá alimentando su espíritu. (El hijo de la sirvienta se ha colado en la historia, de repente. ¿Alguien sabe por qué?).
El hombre mueve la muñeca dando vueltas en ocho. Imagina que tiene la linterna de Jedi en la mano.

Una de las principales características del fragmento, es que nos permite ver el todo –la obra–, no como suma, sino como permutación de sus partes. ¿De cuántas maneras es posible contar la misma historia en una multicidad de universos?

El padre es una persona creyente en la realidad según la observa. Lo que veo es lo que existe, piensa. Educado en la tradición monoteísta –religiosa y cultural–, del catolicismo, que se fue volviendo extrema derecha con el paso del tiempo –temor a la muerte– y acumulación de riquezas –necesidad de seguridad ante el fin inminente–, trató de ser un buen padre y esposo confiable. El amor es por siempre, como el infierno y el cielo, solía pensar. Medía el éxito en la vida según los estándares materiales. Si tienes un buen trabajo (entiéndase por bueno: bien remunerado), eres un hombre que ha triunfado, estas contento, feliz con la vida que te ha tocado –no la que has decidido vivir. En cambio, si el éxito no llama a tu puerta, si te quedas todo el día de ocioso –categoría dentro de la cual cabe el arte y la ciencia, en su concepción–, la vida no te sonreirá del todo –¿y cómo puede uno pedir una sonrisa a un ente amorfo?–, y vivirás por siempre fuera de este mundo. Basta de sermones domingueros, de blasfemias disfrazadas, de truculentos discursos para engañar al pobre –en cualquier sentido que se le tome–, y orillarle a seguir creyendo que la vida está en otra parte, en la cual gozará según haya sufrido en ésta.
El padre es un hombre que cree en la realidad según la observa. El hijo, ahora convertido en hombre, abandonado a sí mismo en un cuarto oscuro, solo, sin más compañía que la de su sombra, es un firme creyente en los objetos abstractos, en las ideas que se esconden tras las estructuras matemáticas, de los mitos o el lenguaje. Según él, hay un patrón en la naturaleza, mismo que puede describirse a través de objetos matemáticos. ¿Evidencia? La espiral, el triángulo de Sierpinksi, theta, phi, pi, la constante de Euler, la exponencial elevada a dos tercios, los atractores hacia el punto de equilibrio, la zeta de Riemann,…

El hombre se mueve entre la indecisión: la vida material o la del pensamiento, el éxito o el fracaso, la máquina imprime billetes o la imprime libros, aquí o allá, ahora o siempre. No alcanzamos a identificar detalladamente sus movimientos; sin embargo, si aguzamos el oído, podríamos llegar a describir –y hasta predecir–, su posición actual y futura. La posición y el tiempo de una persona en un instante dado, aun cuando atentemos al principio de Heissenberg, a la eterna indeterminación, o al eterno retorno de Nietzche, que para el caso, da lo mismo. Basta de filosofía, de enredos indefinibles, infranqueables, sin solución. El hombre sigue recostado en la habitación oscura. Esa es la única verdad confiable para el padre. La única con tal de que logre verlo porque, sin la visión, ¿estamos ausentes de la realidad? Mientras el hombre sigue aferrado a la nada, tú, lector, puedes dejar el texto de inmediato e irte a preparar una taza de café Illy y un sándwich de crema de cacahuate con mermelada de fresa o, si así lo prefieres, destapar una Becks y unas papitas con sal y vinagre.

Se ha creado un espacio entre los dos.

1 comentario:

  1. Anónimo9:22 a.m.

    Me ha encantado. Me permito guardar algunos de tus pasajes para no olvidarlos: los paréntesis, esas preguntas sin respuesta... siempre fui alumna de ochos, y el ocho es el número del infinito... el vagabundo es el único que realmente es dueño de su libertad... la multicidad de universos... las mentiras para no asumir nuestros propios fracasos... la indecisión. Soy una duda andante, decía el otro día. Y sigo recostada en una habitación oscura.

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