6 de junio de 2005

La invención de la oscuridad (tercera entrega)

En La Cultura en Occidente de El Occidental, domingo 5 de junio: Es curioso cómo comienza a interponerse el nosotros en la narración. Uno, escritor o lector, se siente compelido, irremediablemente, a compararse con el otro, personaje de una historia que, si bien no es la que más le gustaría vivir, sí es una posibilidad entre otra infinitud. Lo atractivo no es la intensidad de la emoción, sino la intención con la cual se realice. El deseo puede verse como un mecanismo, una voluntad o un tropiezo de la causalidad –o de la casualidad, según el grado de conciencia. Historias de amor que corren a la par de la vida, justificando la existencia, a favor o en contra, pero siempre en los límites de las situaciones. Si nos movemos –les dije, el nosotros–, de un punto a otro, ¿en verdad nos desplazamos? Basta, demasiadas voces y poca narración. Volvamos con el hombre recostado en una habitación oscura. Volvamos al origen de la vida, a la sustancialidad de la existencia, a lo superfluo de creer.

Un niño sentado frente al mar, en un acantilado que domina la bahía entera. Su vista se pierde en la ilusión del posible futuro: chapotear en el agua todo el día. El niño come un elote con crema y queso que le ha comprado su padre en uno de los pueblos por los que han pasado. Las olas parecen estar sujetas desde dentro, revelando su fuerza intrínseca, su deseo de acariciar la tierra, mostrándole que bajo su cobijo se está mucho mejor. El padre está allá en el estacionamiento, con la cabeza bajo el cofre del auto. Un acercamiento de cámara nos permitiría ver su acción: revisa el aceite del coche, limpiando con un periódico el medidor y volviéndolo a insertar, para comprobar el nivel. Una vez que comprobemos la seguridad del automóvil, podemos volver con el niño y el acantilado (Para estas escenas sería recomendable contar con una grúa que vaya haciendo un travelling, hasta caer en picada sobre el niño, mostrándonos el vértigo que da el deseo de aventarse del barranco). El niño está rascando con la cuchara el fondo del vaso; apenas unos granos para declarar cumplida la misión. Después de la última cucharada, voltea hacia atrás, buscando a su padre. Le grita: papi, papi, ven a ver el mar. El padre se acerca, estirando los brazos hacia arriba, moviendo el cuello en círculos contra las manecillas del reloj, pateando un bote de frutsi hacia lo que parece el basurero. El niño corre hacia él: ya nos vamos a meter al mar, ¿papi? Mira qué azul y grande está.

Por la mente del hombre, circulan recuerdos un tanto borrosos. Ya no está seguro si las historias que se le presentan fueron vividas, leídas o imaginadas. Qué más da, la vida, al final de cuentas, es una ilusión. ¿Cómo asegurar que en realidad existo? Si no veo mis manos ni mis pies ni mi cabeza, ¿puedo asegurar que en verdad la tengo? El hombre intenta dar respuesta a uno de los tantos interrogantes planteados por el jardinero de Cambridge. ¡Ya ni siquiera presentimos, y luego nos quedamos asombrados! Los recuerdos de la juventud son los que más se atesoran. La inocencia perdida, el paraíso perdido, prometido. El hombre siempre disfrutó el mar. No era partidario de grandes hoteles en centros turísticos, donde el dólar es la moneda cuasi-oficial. Siempre disfrutó las playas semi-vírgenes, donde por unos cuantos pesos podía acampar bajo una palapa, colgar la hamaca, comer pescado y disfrutar el difícil arte de la inutilidad. Si, la nada que existe es bastante compleja.

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