Ha ganado Armstrong su séptimo Tour. Confieso que yo tengo una de esas pulseras amarillas –color del jersey que lleva puesto el líder en el Tour de France– con la leyenda “Livestrong”. Y no fue sólo moda, ni posibilidad de identificación con una juventud que ya siento casi lejana sino que, en la mía, hace no tantos años, yo fui un fanático de las carreras de bicicleta. Mi papá me compró mi primera bicicleta profesional, con marco de grafito y rines de aluminio, cuando apenas tenía unos 13 años. La bicicleta era una hermosura. En esos tiempos, el gran campeón e ídolo del ciclismo era el español Miguel Indurain. De inmediato monté la bici y salí a dar una vuelta por la colonia. Poco me duró el gusto. Apenas unas cuadras y, la venganza del gasto del presupuesto público en viajes injustificables, ropa cara y bonos sin precedentes cobró en mi persona, apenas un adolescente que no tiene idea de la política, su alto precio: una llanta ponchada. Regresé a casa empujando la bici y mi papá dijo: esta no es para la ciudad, la voy a regresar. Esa fue mi primera incursión en el ciclismo profesional. Años más tarde, con la llegada de las bicicletas de montaña, pude hacerme de una Mountain Bike, la cual fui arreglando poco a poco: cambios de 21 velocidades de acción sencilla, rines, frenos, pedales, manubrio, cuernos,… en fin, todo en una bicicleta es readaptable, cambiable, sustituible, justo como lo que pretenden los genetistas con el cuerpo humano en la actualidad, ¿no? Empecé a ir al coto atrás de Unico, donde uno podía andar por diversas pistas hasta, si uno se descuidaba, perderse por unas cuantas horas. También corrí por los toboganes de la Primavera –quien sabe si existan aún, con todos los últimos incendios– y, cuando creí que ya estaba listo para mi primer carrera larga, después de haber ido a Chapala y otros sitios, decidí anotarme en el viaje a Puerto Vallarta, atravesando la brecha que va por las montañas. Así que decidí entrenar para la carrera. Todas las noches salía a correr por la ciudad, por avenida Inglaterra, la que corre a lo largo de las vías del tren. Como era una avenida no transitada –ahora si lo es– podía darme el lujo de correr a la velocidad que quisiese. Y realmente lo lograba. Una noche, una semana antes de la carrera, iba en mi recorrido habitual cuando, justo al llegar al crucero, salgo volando por lo aires, después de haber golpeado un pedazo de banqueta que estaba tirado sobre la calle. Como llevaba pedales de metedera, no pude sacar los pies, lo cual ocasionó que mi pierna izquierda se doblara en un ángulo de noventa grados, pero hacia fuera. Y ahí estaba yo, tirado sobre el asfalto, contemplando el pedazo de concreto que había terminado con mi carrera –además, también tenía próximo mi examen para obtener mi cinta negra de Tae Kwon Do– y mi pierna toda doblada, de forma ridícula. Como pude, me levanté, volví a montar la bici y anduve a casa, que estaba apenas a unas cuantas cuadras. El resultado: yeso entero para toda la pierna y varias semanas de reposo, lo cual originó un debilitamiento muscular y cierta atrofia que, hasta hoy en día, no es dolorosa pero sí me hizo creer que los deportes no siempre son tan saludables como cuentan. Ahora prefiero prender el televisor –y esto si que es paradójico porque ni tengo– y mirar el Tour y a Armstrong llegar a su séptimo triunfo y su retirada triunfal.
Foto: Reuters
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