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Supongo que llego a casa después de trabajar una larga jornada, aun cuando hoy día nadie labore jornadas sino horas extras sin pagar. Nadie me espera, salvo una inundación en mi cocina por haber dejado las ventanas abiertas (¡qué se le va a hacer, me gusta el aire fresco!). La luz comienza a parpadear ya que, como cada martes, los vecinos de abajo se han juntado a jugar dominó (y no es el juego lo que forma el baile de la luz sino el diablito del que nos colgamos a la electricidad). Por lo menos me gustaría contar con una mascota, un ser vivo que se diera cuenta de mi vida. No hay más que mosquitos; lanzo un manotazo, atrapo a uno. Abro la mano y ahí está, sin aceptar su muerte, vuela medio atolondrado.
Llegar a casa se vuelve cada vez más difícil. El miedo a la soledad me atrapa justo al cruzar la puerta. Sin embargo, estoy tan acostumbrado a vivir mi vida conmigo mismo, que creo estar seguro de no poderla compartir con alguien más. Pero luego llegan los instintos animales, la necesidad de reproducción y conservación: una familia compuesta de una bella mujer y un par de hijos. Es entonces cuando busco entre el librero –a veces electrónico– un sucedaneo para la compañía, un momento de soledad productiva: un libro. Y sucede que no siempre ocurre, y así me paso las horas, deambulando de un sitio a otro, abriendo uno y cerrando otro. Y así, de nuevo, decido girar en el aire la moneda, cambiar mi vida por otra prestada, una inventada por alguien más, si es que la imaginación pueda dar para tanto. Y no, no la encuentro. Y así, de nuevo, me encuentra ante una pantalla que transforma mis pensamientos en palabras y luego frases guardadas en una memoria virtual, compuesta de puros unos y ceros. La vida de reduce a unos y ceros.