Reagge Roots

El vacío tiene dos formas: una llena, otra vacía.
En la frontera de las mismas, donde el agua es casi aceite,
cae una hoja, se levanta; vuela. Es el otoño
londinense, el dorado casi rojo de los vientos, el
soplo colado entre edificios bancarios, la
lluvia ligera, un poco avergonzada
por haber salpicado a la señora
del bastón rojo.

La tarde se va evaporando: las gotas
se vuelven noche fría, negra.

Y de nuevo amanece.
Ahora, la luz es creada, no aceptada (el
juego del hombre haciéndole a dios).

Steel Pulse en concierto.
El 38 a punto de desaparecer (el más nuevo
es demasiado viejo, argumenta el gobierno).
Y todos disfrutando del sistema, gritando
contra él. Rasta Man. Rasta man. Man Rasta.

Salgo de nuevo al concreto, a la jungla, a
la jaula de realidad. Atrás quedan
los gritos de protesta; me llevo los
ideales de respeto, de humanidad:
¡respect, respect!

La vida del inmigrante, bien aprovechada, puede ser un caudal de creación. Por otro lado, también puede convertirse en una depresión severísima, al punto de no poder entablar una conversación verdadera o mirar directamente a los ojos a las personas. Afortunadamente, para mí, ha sido bastante benéfico el poder llegar a un lugar donde absolutamente nadie me conoce, pedir una cerveza, escuchar buen jazz, escribir en mi moleskine y partir, como si nada hubiese pasado jamás. Hay bastantes puertas cerradas, muchas que jamás podré abrir. Dentro de la ciudad existen otras ciudades y luego otras, y así sin parar hasta el infinito, como matrushka de Cantor o algo así. Voy por las calles y me pierdo entre tanta gente diferente, entre edificios que se repiten en uno y otro barrio. La ciudad siempre es la misma, de tal suerte que uno puede creer que, cada vez que cambia de barrio, ha llegado a donde mismo.