Vivimos varias de nuestras primeras aventuras en el golf de tu mamá. Apenas sabíamos conducir y ya andábamos por la ciudad como si lo hubiésemos hecho durante toda la vida. El lugar al que volvíamos siempre, o por lo menos siempre que de mal se trataba, era Plaza del Sol. Recuerdo una de nuestras primeras aventuras con el sexo. Como veníamos de escuela católica (¿habrá sido por eso?), nos iniciamos tarde en el arte del amor. No fue hasta que cumplimos la mayoría de edad que nos animamos a probar los frutos prohibidos de la sociedad: sexo, drogas y rock´n roll. El alcohol ya lo habíamos incorporado a nuestro haber. Me cuesta recordar el momento preciso de los hechos, acaso tú lo recuerdes mejor. Esa noche decidimos probar el sexo oral, a ver qué se siente estar con una mujer sin coger, ya que eso sería mucho más grave (creo que yo todavía pensaba que debía “hacer el amor” hasta el matrimonio, lo cual no ha pasado –lo del matrimonio, no el sexo–) y tú andabas por las mismas. Ya con unas cuantas caguamas dentro y media botella de Tonallan tomada apresuradamente, partimos de tu casa en 12 de diciembre rumbo a Plaza del Sol donde siempre hay una que otra puta disponible –aunque bastante gordas y feas– entre todos los sexo-servidores travestidos. Dimos varias vueltas, tratando de tomar valor y meditando si valía la pena la emoción de un guagüis en plena vía pública. Vamos a preguntar aunque sea, te dije, a lo cual respondiste: sale, mientras te encaminabas hacia la lateral de la plaza. Nos acercamos, vimos a la gorda y seguimos derecho. Esta re-fea wey. Vale madre, vamos. Dimos la vuelta a la manzana y regresamos, ya nerviosos por el presentimiento de la iniciación que habría de venir. En la segunda vuelta detuviste el golf de tu madre junto a la puta. Bajé la ventana y pregunté, tembloroso y entre dientes: ¿qué servicios ofreces? 150 el oral y 250 el completo por cabeza, respondió mientras se recargaba sobre la puerta y alargaba el brazo tratando de tocar mi verga ya media endurecida por la emoción de lo prohibido y desconocido, y no por la excitación de la perfección o la belleza. Brinqué al asiento trasero, cediendo el del copiloto a la puta gorda, fea y vieja. Nomás que no traemos tanto dinero, tenemos que ir al cajero, le dijiste. No hay bronca, vamos, respondió mientras te empezaba a sobar la pierna. El orden acordado sería el siguiente: yo manejaría cuando llegáramos al cajero. Tú pasarías al asiento trasero con ella para que te la chupara. Luego cambiaríamos de lugar. Creo que fue así. O también pudo haber sido: tú manejabas y ella te la iba chupando. Seguirías manejando hasta terminar, luego te detendrías unos segundos para que ella pasara al asiento trasero conmigo y comenzara a darme mi mamada. De una u otra forma, a los dos nos habrían de chupar la verga. No recuerdo si utilizamos condón, ¿tú?
Años después regresamos a Plaza del Sol. Creo que yo recién había vuelto de Vancouver. Todavía hablaba spanglish. Mi mente aún no aterrizaba: seguía en el viaje de las tachas, los hongos cultivados en mi armario y el cannabis afgano cultivado hidropónicamente. Supongo que, como de costumbre, íbamos hasta la madre. Nos habíamos dado unos cuantos gallos y, para no perder la costumbre de las malas experiencias, llevábamos una botella de Tonallan. Creo que no hacíamos nada más que vagabundear en el golf de tu mamá, ya más deteriorado por los innumerables percances que había sufrido a manos tuyas y de tus hermanos. Simplemente el cuidado automovilístico no era algo que se diera en la familia. Íbamos rumbo a tu casa pero, de repente, decidimos volver hacia la plaza. Diste la vuelta en un retorno con la clara señal que prohibía dar la vuelta en U. Justo después de nos tocó la luz roja en el crucero de Niño Obrero y López Mateos. Un oficial de tránsito se acercó y te dijo que habías cometido una infracción, que le dieras tu licencia y la tarjeta de circulación del golf, ante lo cual comenzamos a gritar y a hablar en inglés. Subiste la ventanilla y le mostraste la licencia a través del cristal. El oficial, de unos 60 años, con la cara arrugada y cuerpo bastante flácido te rogaba le dieras los documentos. Bajaste la ventanilla sólo para seguir gritando incoherencias, a las cuales me sumaba con singular alegría. Por fin nos dijo, casi suplicante: anden jóvenes, ya váyanse. Anduvimos por la avenida y, unas cuadras antes de llegar a la plaza, comenzó a salir humo del cofre. Nos detuvimos en el Colegio Guadalajara, ya que el golf de tu mamá contaba con el tarjetón de maestros para el estacionamiento. Abrimos el coche y, como no dejaba de salir humo, pensamos sofocarlo echándole agua o cualquier líquido. Como lo único que llevábamos era media botella de mezcal, se la arrojé al motor, tras lo cual comenzó a arder en llamas. Estábamos incendiando el auto de tu madre y nosotros no hacíamos más que carcajearnos a todo lo que dábamos. Finalmente logramos apagarlo arrojándole arena y tierra. Por supuesto, el auto tendría que ser reparado por el mecánico. Lo abandonamos ahí y nos fuimos caminando y bebiendo los restos de la botella, pensando en armar otro gallo o por lo menos unos pipazos.
(¿Qué es verdad y qué ficción? ¿En realidad importa? ¿La literatura, es realidad o invención?)
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