No todo en Oaxaca es dolor, represión y coraje; bombas de gas lacrimoso lanzadas desde un helicóptero o tubazos contra policías que no hacen más que su trabajo, pa no quedar en la calle como tantos otros mexicanos que ya lo están. Oaxaca también, o más bien, es magia de la mejor. Recuerdo una de mis visitas a la ciudad, en camino a Mazunte, por la carretera que serpentea -frase acuñada por la hermana de la Wendos- al lado de los barrancos que no pueden ser otros que los de Buñuel en su Viaje en Autobús. Nos hospedamos a unas cuadras del Zócalo, casi al lado de uno de los mercados, por la calle de La Casa del Mezcal, donde probamos el elixir de los dioses, con todo y el gusano el final de la botella, por solo 10 pesos cada trago, con su chile piquín y un trozo de naranja. Andar por el Zócalo ya entrada la noche, disfrutando del fresco de los árboles inmensos que parecen tratar de cubrir toda la plaza; tomar un café con el periódico local en los portales mientras una pipa de agua surtía al restaurant; unos chapulines, luego una tlayuda con tasajo -qué delicia, de las mejores comidas del mundo, acaso pariente de los Souvlaki, los Shawarma y los Kebab. Y bajando hacia el otro lado, el Museo en Santo Domingo y su jardin de cactáceas.
Aunque si recuerdo una semilla de rebelión, de revolución poética. En el Zócalo, escrito con grafitti en uno de los pilares, decía: Somos un ejército de soñadores; como aquella frase de Pizarnik: Revolución es contemplar una rosa hasta pulverizarla con la mirada.
Aunque si recuerdo una semilla de rebelión, de revolución poética. En el Zócalo, escrito con grafitti en uno de los pilares, decía: Somos un ejército de soñadores; como aquella frase de Pizarnik: Revolución es contemplar una rosa hasta pulverizarla con la mirada.
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