16 de junio de 2006

Oaxaca

No todo en Oaxaca es dolor, represión y coraje; bombas de gas lacrimoso lanzadas desde un helicóptero o tubazos contra policías que no hacen más que su trabajo, pa no quedar en la calle como tantos otros mexicanos que ya lo están. Oaxaca también, o más bien, es magia de la mejor. Recuerdo una de mis visitas a la ciudad, en camino a Mazunte, por la carretera que serpentea -frase acuñada por la hermana de la Wendos- al lado de los barrancos que no pueden ser otros que los de Buñuel en su Viaje en Autobús. Nos hospedamos a unas cuadras del Zócalo, casi al lado de uno de los mercados, por la calle de La Casa del Mezcal, donde probamos el elixir de los dioses, con todo y el gusano el final de la botella, por solo 10 pesos cada trago, con su chile piquín y un trozo de naranja. Andar por el Zócalo ya entrada la noche, disfrutando del fresco de los árboles inmensos que parecen tratar de cubrir toda la plaza; tomar un café con el periódico local en los portales mientras una pipa de agua surtía al restaurant; unos chapulines, luego una tlayuda con tasajo -qué delicia, de las mejores comidas del mundo, acaso pariente de los Souvlaki, los Shawarma y los Kebab. Y bajando hacia el otro lado, el Museo en Santo Domingo y su jardin de cactáceas.
Aunque si recuerdo una semilla de rebelión, de revolución poética. En el Zócalo, escrito con grafitti en uno de los pilares, decía: Somos un ejército de soñadores; como aquella frase de Pizarnik: Revolución es contemplar una rosa hasta pulverizarla con la mirada.

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