11 de julio de 2005

La invención de la oscuridad (octava entrega)

Publicado en La Cultura en Occidente, domingo 10 de julio:
La vio por primera vez en un bar cerca de Chapultepec. Ella trabajaba como mesera, algo temporal, mientras terminaba de estudiar diseño en la universidad. Había vivido durante tres años en Colombia, en un pueblecito a media hora de Bogotá. Habiendo cursado la preparatoria en un país extranjero, no tenía amigos acá, verdaderos y de confianza, de esos que sólo en ese tiempo pueden hacerse. Ahora que lo piensa detenidamente, fue un amor que se fue cultivando, entre martinis secos y cosmopolitans, cervezas león y tequilas derechos, en unos cuantos días de grandes noticias para él y sus amigos de la prepa, para quienes el mundo estaba por cambiar. La evolución de las especies se hacía evidente: uno de ellos dio la noticia que crearía un cisma inigualable, un parte-aguas entre la juventud y la adultez: voy a ser papá. Hubo otras verdades descubiertas, indicios de vida que se adivinaba por quedar callada: al que le gusta la mota, fumó sin moderación delante de aquellos compañeros que, según él, no sabían; el de tendencias homosexuales aceptó su gusto por los del mismo sexo, quedando tranquilo y con una gran sonrisa, después de reconocer la excitación que produce el coqueteo entre los del mismo género. Casi siempre, unos cuantos vinos de más. La despedida de la juventud no podía quedar sin huella. Sí, porque vivimos de la edificación de posibles memorias, de instantes que se viven para poder ser recordados porque, si fueran vividos a conciencia, sucedidos por la imparable estela del tiempo, ¿podrían, al mismo tiempo, ser guardados en la memoria, esa máquina fotográfica de propia autoría?
Pasaron varios jueves antes de que él pudiera separar la vista de ella. En esa ocasión, se atrevió a confesarle a su amigo el financiero: me gusta la mesera, a lo que tuvo como respuesta: a mí también. El cuarto jueves, los visitó una amiga de improviso, de esas que se toman las invitaciones por cuenta propia, sin esperar a recibirla. Ella –con la ayuda de varios martinis–, le contó sobre su corazón roto, después de haber sido rechazada por el hombre que ella rechazó durante cuatro años, en los que él la buscó sin respuesta de su parte. La vida se va, aun si uno no se da cuenta. En ese clima de amor y desamor, como para contrarrestar las malas noticias, él se atrevió a contarle su gusto por la mesera, su profundo enamoramiento. (Durante toda la conversación, sus ojos permanecieron firmes en ella, viéndola deambular entre una y otra mesa, con tragos nuevos y vasos vacíos). La Staca Brown, grupo de jazz-funk que tocaba ahí todos los jueves, regresaba de su descanso y entonaba el primer sencillo de su disco, cuando ella le dijo: escríbele algo. Él tomó el vaso de vodka tonic con la mano izquierda, como si trata de estrujarlo, mientras se recargaba sobre la mesa y escribía, en una servilleta, un poema para dárselo.
El hombre se revuelca en la oscuridad, intentando recordar qué había escrito en el poema, cuál había sido la línea inicial con la que pudo, al fin, mirarla a los ojos y detener el tiempo, tomar su mano y conseguir su número de teléfono, con una promesa de llamarle y verse de nuevo, no en ese lugar, sino en uno donde otra mesera les serviría una taza de café, él le sonreiría a la mesera, y ella, sentiría un poco de celos, ligerísimo indicio de amor por el otro.
Se levantó de la mesa y salió al patio contiguo, con una ventana que comunicaba a la cocina, donde ella dejaba la charola de los platos sucios. Se acercó a pasos lentos, tímidos. Ella volteó con un vaso de agua en la mano y, como no esperaba encontrar a nadie por ahí, se asustó y tiró el agua sobre él. Ambos apenados, ambos sonrientes. Ella tomó un trapo de la cocina, para limpiarse y ofrecérselo. Él le dio el texto. Esperó a que terminara de leerlo, hurgando en sus bolsillos, buscaba la seguridad que no se da en el amor. Dijeron algo, sin que en verdad importara, porque la empatía y conexión ya se había logrado. Esa fue la primera vez; el hombre se ha quedado dormido –sueña.

Lee la tarjeta que está sobre su mesa: “El amor es lo ideal; el matrimonio, la realidad”. Brandy Presidente. Ellos creen en el amor más que en la estabilidad del matrimonio. Pasan épocas en las que no se ven –la más prolongada ha sido de un año–, y luego, en otros tiempos, se van de viaje y viven en la más armoniosa de las serenidades, una vida de pareja estable, con sus idas al trabajo, cambios de garrafones, cocinadas de arroz un poco quemado de abajo y salidas a cenar o a tomar un café por la tarde. Ellos creen que su amor será por siempre, aun cuando puedan estar destinados (en sentido metafórico, no fatalista) a vivir en sitios distintos, con personas ajenas. Pocas veces en la vida, acaso para algunos nunca, puede encontrarse un amor de esos que duran por siempre. Cuando se encuentra, no puede pasarse de largo. En la postergación de los hechos se va acabando la vida; la eternidad no es más que un instante alargado.
Ahora que están lejos uno del otro, se dan cuenta de lo feliz que los hace evocar sus momentos comunes. Llegan a casa por la tarde, después de trabajar toda la mañana –él dando clases; ella mesereando en un hotel frente al mar–, y saludan al otro, en la soledad de su propio espacio, única madre de Compañía. Por la noche se desean buenas noches: él recostado sobre el costado izquierdo; ella sobre el derecho, entrecruzando las piernas, los brazos, los besos. Despiertan sobresaltados; están solos.

¿Qué sentido le das al yo cuando lo lees ?

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