No era un aire desligado, no se nadaba en el aire
Lezama Lima
El frío se desprendía del viento, más que de la intensa lluvia que atrapaba a los cuerpos entre su obstinación por volver al mar. Luisa llegó de prisa, como si su sombra la empujase por detrás, brindándole una cierta resistencia a las gotas gordas y los vientos atravesados. La ciudad se veía a lo lejos; la torre del periódico, junto a la de los bancos importantes, seguían iluminadas. Sabía que era tarde, acaso demasiado tarde. Pero confiaba en el azar, en la concatenación de otros hechos confabulando a su favor. La tormenta no disminuía. El cielo se tornó gris, casi negro, a pesar de ser pasadas las cuatro de la tarde. Ya sobre la arena, mirando hacia la borrosa línea que separa al azul del azul, en este caso el casi morado del casi negro, intentó encender un cigarro. Nada. El viento cargaba con sus aires chocarreros. Ante el fracaso del humo, optó por la cutícula. El meñique izquierdo todavía ofrecía un poco. Miró al reloj. ¿Llegué demasiado tarde?, se preguntó mientras arrancaba el último pedazo de uña restante. Miró al cielo, al mar, a la tormenta que parecía haber enmudecido de tan estruendosa. El viento ya no la movía sino que la balanceaba, inmóvil, en su mismo sitio. Sólo la arena se dispersaba. Entonces apareció, allá a lo lejos. Luisa se aproximó a la orilla de la tierra, a la línea móvil que va y viene, separando los confines del océano con los del espacio apto para pies descalzos. Apresurada, comenzó a hurgar dentro de su bolso. Demasiado tarde. Pero dime Luisa, ¿qué buscabas? Llegó la ola solitaria y la naturaleza pidió de vuelta su parte. A lo lejos, las torres seguían brillando.
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