28 de enero de 2007

Plaza del Sol

NOTA: El siguiente cuento -escrito para un concurso de cuento de literatura erótica- tiene bastante lenguaje explícito y puede ofender a ciertos lectores. Lo desempolvé del olvido, al ser encontrado por casualidad por A quien creyó que este no era un cuento sino mera realidad. Pero no, es sólo la realidad de la ficción...

Golf rojo

Vivimos varias de nuestras primeras aventuras en el golf de tu mamá. Apenas sabíamos conducir y ya andábamos por la ciudad como si lo hubiésemos hecho durante toda la vida. El lugar al que volvíamos siempre, o por lo menos siempre que de mal se trataba, era Plaza del Sol. Recuerdo una de nuestras primeras aventuras con el sexo. Como veníamos de escuela católica (¿habrá sido por eso?), nos iniciamos tarde en el arte del amor. No fue hasta que cumplimos la mayoría de edad que nos animamos a probar los frutos prohibidos de la sociedad: sexo, drogas y rock´n roll. El alcohol ya lo habíamos incorporado a nuestro haber. Me cuesta recordar el momento preciso de los hechos, acaso tú lo recuerdes mejor. Esa noche decidimos probar el sexo oral, a ver qué se siente estar con una mujer sin coger, ya que eso sería mucho más grave (creo que yo todavía pensaba que debía “hacer el amor” hasta el matrimonio, lo cual no ha pasado –lo del matrimonio, no el sexo–) y tú andabas por las mismas. Ya con unas cuantas caguamas dentro y media botella de Tonallan tomada apresuradamente, partimos de tu casa en 12 de diciembre rumbo a Plaza del Sol donde siempre hay una que otra puta disponible –aunque bastante gordas y feas– entre todos los sexo-servidores travestidos. Dimos varias vueltas, tratando de tomar valor y meditando si valía la pena la emoción de un guagüis en plena vía pública. Vamos a preguntar aunque sea, te dije, a lo cual respondiste: sale, mientras te encaminabas hacia la lateral de la plaza. Nos acercamos, vimos a la gorda y seguimos derecho. Esta re-fea wey. Vale madre, vamos. Dimos la vuelta a la manzana y regresamos, ya nerviosos por el presentimiento de la iniciación que habría de venir. En la segunda vuelta detuviste el golf de tu madre junto a la puta. Bajé la ventana y pregunté, tembloroso y entre dientes: ¿qué servicios ofreces? 150 el oral y 250 el completo por cabeza, respondió mientras se recargaba sobre la puerta y alargaba el brazo tratando de tocar mi verga ya media endurecida por la emoción de lo prohibido y desconocido, y no por la excitación de la perfección o la belleza. Brinqué al asiento trasero, cediendo el del copiloto a la puta gorda, fea y vieja. Nomás que no traemos tanto dinero, tenemos que ir al cajero, le dijiste. No hay bronca, vamos, respondió mientras te empezaba a sobar la pierna. El orden acordado sería el siguiente: yo manejaría cuando llegáramos al cajero. Tú pasarías al asiento trasero con ella para que te la chupara. Luego cambiaríamos de lugar. Creo que fue así. O también pudo haber sido: tú manejabas y ella te la iba chupando. Seguirías manejando hasta terminar, luego te detendrías unos segundos para que ella pasara al asiento trasero conmigo y comenzara a darme mi mamada. De una u otra forma, a los dos nos habrían de chupar la verga. No recuerdo si utilizamos condón, ¿tú?

Años después regresamos a Plaza del Sol. Creo que yo recién había vuelto de Vancouver. Todavía hablaba spanglish. Mi mente aún no aterrizaba: seguía en el viaje de las tachas, los hongos cultivados en mi armario y el cannabis afgano cultivado hidropónicamente. Supongo que, como de costumbre, íbamos hasta la madre. Nos habíamos dado unos cuantos canutos y, para no perder la costumbre de las malas experiencias, llevábamos una botella de Tonallan. Creo que no hacíamos nada más que vagabundear en el golf de tu mamá, ya más deteriorado por los innumerables percances que había sufrido a manos tuyas y de tus hermanos. Simplemente el cuidado automovilístico no era algo que se diera en la familia. Íbamos rumbo a tu casa pero, de repente, decidimos volver hacia la plaza. Diste la vuelta en un retorno con la clara señal que prohibía dar la vuelta en U. Justo después nos tocó la luz roja en el crucero de Niño Obrero y López Mateos. Un oficial de tránsito se acercó y te dijo que habías cometido una infracción, que le dieras tu licencia y la tarjeta de circulación del golf, ante lo cual comenzamos a gritar y a hablar en inglés. Subiste la ventanilla y le mostraste la licencia a través del cristal. El oficial, de unos 60 años, con la cara arrugada y cuerpo bastante flácido te rogaba le dieras los documentos. Bajaste la ventanilla sólo para seguir gritando incoherencias, a las cuales me sumaba con singular alegría. Por fin nos dijo, casi suplicante: anden jóvenes, ya váyanse. Anduvimos por la avenida y, unas cuadras antes de llegar a la plaza, comenzó a salir humo del cofre. Nos detuvimos en el Colegio Guadalajara, ya que el golf de tu mamá contaba con el tarjetón de maestros para el estacionamiento. Abrimos el coche y, como no dejaba de salir humo, pensamos sofocarlo echándole agua o cualquier líquido. Como lo único que llevábamos era media botella de mezcal, se la arrojé al motor, tras lo cual comenzó a arder en llamas. Estábamos incendiando el auto de tu madre y nosotros no hacíamos más que carcajearnos a todo lo que dábamos. Finalmente logramos apagarlo arrojándole arena y tierra. Por supuesto, el auto tendría que ser reparado por el mecánico. Lo abandonamos ahí y nos fuimos caminando y bebiendo los restos de la botella, pensando en armar otro gallo o por lo menos unos pipazos.


Peugeot negro

Casi diez años después de nuestras primeras aventuras en Plaza del Sol, volví a las andadas. Para ese entonces ya había cogido tanto como había podido. Recuerdo a Dora, una ninfómana y gran mamadora de verga, quien podía durar media hora con la verga en la boca y no se cansaba. Nuestra actividad predilecta era manejar por la ciudad o salir rumbo al campo mientras ella me la iba mamando. También tuve a Wendy, la primer mujer que desvirgué sin saberlo hasta que había terminado. Claro que se me hacía raro sentirla tan dura y con tanta resistencia cuando se la metí por primera vez, pero creí que acaso se debía a su buena condición y lo duro de sus muslos. Un año después, cuando dejó de correr y hacer ejercicio, se la pasé a un amigo para que se la siguiera cogiendo. Hasta la fecha mi amigo me debe una vieja, favor que no me ha pagado. Los mejores tiempos fueron meses antes de mis nuevas visitas a Plaza del Sol. Había ocasiones en que me cogía a una en la mañana y a otra por la tarde. Pero fue entonces cuando me empecé a cansar de la vagina. Creo que necesitaba un poco más de acción, algo de novedad, un sentimiento más intenso, una presión que en verdad me apretara la verga. Creo que Carolina fue la detonadora de las vaginas. Tardé tiempo en convencerla de que cogiéramos; una vez en la cama y ya con la verga adentro, comenzó a llorar y a culparse por la infidelidad que estaba cometiendo. Claro que el pene se me aguadó en el instante y su vagina se secó, rozándome y dejándome adolorido durante todo el día. Me paré y le dije: pues si no quieres coger, vete a la chingada. Se levantó y como pudo se vistió. ¿Me llevas?, me dijo. Ni madres, si quieres llama a un taxi, le dije y salí del cuarto a servirme un Jack Daniels. Se fue y yo me quedé bebiendo hasta que terminé con la botella. Ya todo borracho se me antojaron unas líneas de coca. De inmediato pensé en Plaza del Sol, donde había comprado hace tiempo. Tomé las llaves del coche, azoté la puerta y salí a toda velocidad. Al llegar a unas cuadras de la plaza, comencé a ver a los travestis. Había unos que se veían mejor que cualquiera de las viejas que me hubiera cogido nunca. Di la vuelta buscando al dealer. Compré un gramo y de inmediato me di unos pases. Volví a dar la vuelta por donde estaban los travestidos. Me acerqué a una nalgona y muy chichona. Bajé el vidrio del copiloto. Cuánto cobras, 100 la mamada y 250 el completo, ¿Y puedes ir a mi casa?, ¿Por dónde vives?, Rumbo a la calzada, Esta bien. Se subió al coche y de inmediato sentí cómo me empezaba a crecer la verga, de una manera que no la había sentido hincharse hace tiempo. Platicamos de estupideces que no recuerdo. Lo único en lo que pensaba es que ya quería llegar al departamento para tenerla entre mis brazos y agarrarle la verga. Entramos y le ofrecí algo de tomar. Prendimos un canuto y armamos seis líneas para empezar. A la cuarta ya estábamos encuerados y bien cogidos de la verga. La sensación de ser masturbado y agarrar otra verga al mismo tiempo, viendo a otro hombre excitarse en verdad vencía a cualquiera de mis experiencias anteriores. Terminamos al mismo tiempo y nos recostamos unos sobre el otro. Después de unos minutos hicimos otras líneas y salí a la cocina por otra botella de whisky. Ahora era el momento decisivo. Me sentía como cuando me cogí a Wendy, en la inocencia de la primera vez. Jamás había cogido con un hombre pero ya no había marcha atrás, además de que me sentía súper excitado. El dolor de ser penetrado por el ano da una conciencia que ningún otro hecho puede dar. Sentí cómo se me abría el culo y dejaba entrar la masa del travesti. Apenas aguanté unas cuantas metidas cuando, excitadísimo y con la verga a reventar, me di la vuelta y se la metí de lleno, dándole tan duro como pude. Se la metí toda y la dejé adentro durante unos segundos, para volverla a sacar y entrar de nuevo, ahora mucho más fuerte. El travesti se retorcía y gozaba al sentir mi excitación y lo duro de mi verga. Pedía más y yo se lo daba. Justo al terminar, se volteó y me vine en su cara, con lo que parecía feliz. Sacaba la lengua y trataba de no desperdiciar ni una sola gota. Después de esa noche ya no tuve que regresar tan a menudo a Plaza del Sol. Me había convertido en cliente de Cristal, quien me visita desde entonces una vez a la semana.

1 comentario:

  1. Anónimo9:00 p.m.

    Muy buena historia, es de las pocas historias que realmente te hacen fantasear, cada palabra, cada momento que describes fue un agasajo para mi mente. Es verdad que nunca hay que decir nunca. Es la capacidad de asombro que tenemos los humanos la que nos hace realmente vivir cada momento, imagino toda la adrenalina e intensidad de aquellos momentos; y puedo decir que no dejo de sorprenderme. Felicidades, lograste asombrarme con cada palabra.

    ResponderBorrar