
He decidido andar isla adentro, recorrer las sendas de tierra roja y sombras de eucalipto. He decidido vivir la vida y ser yo mismo, aceptar las consecuencias de mis actos y mirar de cara al presente como si esto fuese todo lo que hay. El tiempo en un instante y el universo entero en un grano de sal, aunque mi tocayo Blake lo dijo antes, yo lo sigo haciendo, o por lo menos muero en el intento por vivir.
He decidido dar la espalda al mar, olvidar por un segundo que el océano me delimita y que hay una vida y otro espacio allá a lo lejos, allá donde tú, lector, te sientes en casa. No es un abandono ni una petulancia insensata. No un sorbo de tierra o un agujero donde cae el pulque ya regurgitado. Simplemente la vida tal cual, el tiempo que se escapa sin que uno se de cuenta y las marcas de arena que ya han comenzado a pintarse en las manos y las bolsas de los ojos; las canas que ya no son unas cuantas sino una brecha que parece abrirse paso a toda velocidad.
He decidido ir y venir a mi antojo, ser uno mismo pero partirme en mil pedazos. Andar a paso lento con la prisa de quien sabe que la carrera no ha de ganarla la liebre sino la tortuga. ¿Paradoja? La vida en sí.
He mirado hacia adentro, allá donde el sol se oculta desde el otro lado y el conejo que habita la luna devora su zanahoria de cabeza. La punta del infinito comenzó a mostrarse. Vértigo insensato. Si la vida vida es, ¿cómo sabe uno cuando deja de serlo? Si la experiencia es única y personal, ¿cómo saber si otro vive o muere cuando sólo él mismo puede saberlo? Pero, si ya no vivo, ¿estoy consciente de que no lo estoy?
La luz, allá a lo lejos, comienza a brillar. No hay colores distinguibles. Ni siquiera un silencio envuelto por graznidos de aves tropicales que anuncie el letargo del sol. Volteo, qué más, y te encuentro, frente a frente, mirándome a los ojos con aire inquisitivo, sonrisa burlona y una gran alegría por sentirte vivo. No te reconozco, disculpa, últimamente he andado un poco distraído. Cierro los ojos y el desierto se vuelve océano a mi alrededor.
Publicado en El Occidental
© Imagen: Nel ten Wolde
He decidido dar la espalda al mar, olvidar por un segundo que el océano me delimita y que hay una vida y otro espacio allá a lo lejos, allá donde tú, lector, te sientes en casa. No es un abandono ni una petulancia insensata. No un sorbo de tierra o un agujero donde cae el pulque ya regurgitado. Simplemente la vida tal cual, el tiempo que se escapa sin que uno se de cuenta y las marcas de arena que ya han comenzado a pintarse en las manos y las bolsas de los ojos; las canas que ya no son unas cuantas sino una brecha que parece abrirse paso a toda velocidad.
He decidido ir y venir a mi antojo, ser uno mismo pero partirme en mil pedazos. Andar a paso lento con la prisa de quien sabe que la carrera no ha de ganarla la liebre sino la tortuga. ¿Paradoja? La vida en sí.
He mirado hacia adentro, allá donde el sol se oculta desde el otro lado y el conejo que habita la luna devora su zanahoria de cabeza. La punta del infinito comenzó a mostrarse. Vértigo insensato. Si la vida vida es, ¿cómo sabe uno cuando deja de serlo? Si la experiencia es única y personal, ¿cómo saber si otro vive o muere cuando sólo él mismo puede saberlo? Pero, si ya no vivo, ¿estoy consciente de que no lo estoy?
La luz, allá a lo lejos, comienza a brillar. No hay colores distinguibles. Ni siquiera un silencio envuelto por graznidos de aves tropicales que anuncie el letargo del sol. Volteo, qué más, y te encuentro, frente a frente, mirándome a los ojos con aire inquisitivo, sonrisa burlona y una gran alegría por sentirte vivo. No te reconozco, disculpa, últimamente he andado un poco distraído. Cierro los ojos y el desierto se vuelve océano a mi alrededor.
Publicado en El Occidental
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