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27 de diciembre de 2007

A final de cuentas


A final de cuentas, el año se ha volcado de sopetón: un porrazo inevitable, con pompa y estruendo, chipote con sangre y poca saliva para alivianar el dolor. Ahora se ve próxima, inevitable, la “cuesta de enero”, el doloroso pero justificado sufrimiento económico de la vida prestada, la felicidad a crédito, con sus préstamos facilitos y su ceguera al dolor de no saber qué hay más allá de hoy.
Me queda el recuerdo del pavo relleno, las tostadas de bacalao, los romeritos con tortas de camarón; el ponche con texocotls acompañado de buñuelos; los villancicos, las piñatas; la cera que chorreaba sobre la mano derecha a la hora de pedir posada. Me queda el recuerdo y el deseo de vivir otro recuerdo al año siguiente. El miedo a la muerte parece difuminarse cuando de nacimientos se habla.
Hacia atrás, el recuento de los días, meses y años que se han ido. Irremediable flecha del tiempo que a veces parece doblarse en espiral. Adelante están las esperanzas, el deseo de una repetición. ¿Cómo es que estoy aquí y no allá? Pasan los días y caigo en cuenta de lo próximo que está mi retorno a la isla. Cada vez menos días, aunque me guste pensar al revés, que el tiempo se acumula en lugar de evaporarse e irse extinguiendo, lentamente, sin más.
A final de cuentas, todo es transitorio. Yo he de irme pronto; tú te quedarás en el continente un poco más. Acaso, como yo, también decidirás partir, exiliarte en el mundo libre, antigua prisión.
A final de cuentas somos tiempo impregnado de huellas caducas, murciélagos descobijados por la luna que un día no salió. Volaré pronto, me iré lejos, allá donde el agua no es necesaria para la vida, donde la tierra roja pereciera decir “no chingues, cuídame, no seas gacho, por favor”, y el apetito del gran tiburón blanco se respeta, justo como su vida, justo como mi vida, la tuya y la de quién sabe quién. Juan toca a la puerta: toc toc... 

Imagen: Nel ten Wolde

18 de diciembre de 2007

Columnas deambulantes



El escritor de esta columna lee las columnas de otros escritores mientras toma un café negro en una percudida taza. El escritor cree que puede escribir sobre el hombre que escribe y el acto de estar sentado frente al monitor sobre la cama desarreglada. Se justifica pensando en Auster, Guedea y Villoro. Si tan solo supiera de un poeta perdido en Sonora o un libro de poesía de la secretaria de María Félix o un cajón con fotografías enterrado en una casa vieja, se lanzaría en su búsqueda. Pero no corre con tal suerte. Me duele la panza de tanto café negro y tortas ahogadas, escribo. El escritor --que también es matemático-- sabe del mal necesario de la cafeína. Yo intento dejarla, siempre que puedo pero, como en alguna ocasión le pasó a Erdos, sin estímulos es casi imposible crear; acaso taladrar, virar el desarmador o ajustar tuercas, pero escribir está más cabrón. No por su dificultad o jerarquía en la clase social. Simplemente, sin palabras no hay texto. Y, ¿de dónde las palabras sino de la mente mojada en café?
Deambulo de una página a otra. Un periódico, otro. Cae una gota de café y se desparrama entre los titulares. Secciones culturales, científicas, políticas; la nota roja. El escritor se transfigura en lector. El mundo allá afuera retratado a los ojos del lector. Solamente palabras. Apenas unas cuantas grafías para describir al mundo. De nuevo la duda asalta al lector. ¿Es mundo lo que existe o lo que veo? ¿Lo veo porque existe o existe porque lo veo? Contemplación: el paso del tiempo, el ruido de los árboles respirando; el cuchicheo de cientos de periquitos australianos.
El escritor retoma el instrumento de escritura --el teclado de su MacBook, antes una pluma Bic sobre las hojas color crema de una Moleskine desgastada-- para escribir: hoy, como ayer, amaneció. ¿Mañana?
Miro hacia la taza. Una sombra y el fondo próximo. Un sorbo. La topología de los objetos en cuatro dimensiones sustentada por la realidad. Otro sorbo. Ondas dentro de la taza. Fórmulas matemáticas, ¿quizás?
El lector-escritor-matemático se recuesta sobre los periódicos regados, los libros a medio leer y cierra su MacBook. Allá afuera, el sonido de un autobús...

Publicado en: El Occidental
Pintura: Nel ten Wolde

6 de diciembre de 2007

Exranjero


Por primera vez, el mundo en el que creía existir se ha volcado de cabeza. Ya no reconozco la sonrisa de los amigos de la adolescencia ni las avenidas con baches y alcantarillas abiertas de mi ciudad: la que anduvo mientras yo permanecía inquieto, la que jugaba a ser mundo en el que más mundo no existía sino en el televisor.
Por primera vez la barbarie y violencia cotidiana no me resultan familiares. Los atrabancados automovilistas al volante de los súper-cargados no me causan la misma emoción. Por primera vez la polaridad citadina se muestra en casi cualquier esquina. Apenas si miro de reojo y me siento espía consumado, estúpido extranjero ajeno a las reglas del lugar.
Es difícil estar y saberse ausente. Le grand vitesse, la insoportable levedad de las novelas de Proust; el río que ha dejado de correr por donde mismo y ahora salpica por doquier.
Un tequila blanco, hielo y coca. ¿Como gringo, Juanito?, me dijo Sánchez, sorprendido, ajustándose los anteojos a medio caer sobre la nariz. También tacos dorados de sesos y de tripa con cilantro, cebolla, mucho chile y limón; tortas ahogadas con carnitas, buche y lengua del Moreno; mañana lluviosa, tarde abrigada, noche terriblemente abandonada por el sol.
Me miro desde la isla y no reconozco al hombre que anda por el continente. Sí, las mismas sandalias pero no los mismos deseos de extensión. No los océanos limítrofes sino la inmensa tierra que se extiende sin decir: basta...
Por primera vez, estoy sin saber quien soy.
Por primera vez, soy.

Publicado en El Occidental
Imagen: Nel ten Wole

23 de noviembre de 2007

Lobo estepario



La isla se ha empezado a comprimir en mi dirección. Las estepas cuasi infinitas se ha ido transformando en senderos para hormigas. La sonrisa inocente de los isleños despreocupados ahora me parece una estúpida falta de conciencia. Sí, acaso el sufrimiento inculcado por la religión católica esté demasiado incrustado en mi alma. ¿Cómo librarse de un adoctrinamiento que en su tiempo fue aceptado por convicción?
Hoy, en la sala común del departamento de matemáticas, mientras vierto agua caliente instantánea en mi taza blanca pero percudida como si de las distintas capas terrestres se tratara, he cruzado palabra con Peter, el matemático de Cambridge y Oxford, el hombre propio que conoce la estructura intrínseca del lenguaje. Él dice que la isla es extensa y predecible. Yo digo que la isla no es mas que un punto pequeñísimo al que no es posible atinar con los dardos. Y, para acabarla de chingar, mi iPod ha elegido tocar Llueve sobre mojado a voz de Fito y Sabina.
Tal vez lo que me acongoja sea esa profunda pero pasajera insatisfacción al intentar escapar de mí mismo, la eterna disputa entre el aquí y el allá, la lucha contra la resignación de la adultez y la inminencia de una muerte segura, al menos una, sin saber cuándo ni cómo y con apenas un ligero entendimiento del por qué.
Me cuesta tanto estar aquí, añorando el calor fraternal de la disputa diaria mexicana; la fortaleza que da el miedo a los asesinos, asaltantes y robachicos; el dolor estomacal después de una comida picante, grasosa y sucia pero digna del mejor banquete dionisiaco -aunque mi procesador de texto no conozca la palabra.
Una vez allá, con los pies en el continente, he de ir los martes por la noche a la lucha libre; los miércoles al cine, acaso al Cineforo, si es que se proyecta una película de arte, de esas lentas y aburridas que tanto disfruta mi amigo Coba; jueves --día del dios del trueno-- cualquier actividad relacionada con vodka y corazón de reno es apreciable. Así en descenso hacia el domingo: carne asada en el bosque de la Primavera o entre agaves y, ya caído el sol, hincar el diente a una mazorca -preferentemente que no sea de Monsanto-- afuera del Templo Expiatorio. Acaso, buen lector, por allí nos encontremos...

Publicado en El Occidental
Imagen: Nel ten Wolde

18 de noviembre de 2007

El desayuno de los campeones




¿De dónde el vacío que se apodera de las almas solas? Guardado estaba en un cofre sin cerradura o envuelto de terciopelo negro sobre la mecedora. ¿De dónde el silencio que se vacía en los cuerpos abandonados de dulzura? Acaso una avalancha desde la montaña más alta de los Pirineos o una cueva en el desierto de Sonora conserven la memoria de los rostros que han dejado de mirar; de las piernas que ya no andan por más que la prisa las carcoma; o los ríos, acaso riachuelos o arroyitos que fueron pero ya no más.
Hoy recuerdo a Norman Mailer, Kurt Vonnegut, Ingmar Bergman y Martin Kruskal.
¿A dónde van los hombres que ya no están pero cuyo recuerdo permanece con nosotros? Un libro, un pensamiento fantástico o atrevido; la luz, la bellísima luz de la Isla de Faro; los solitones y transformadas de ecuaciones no lineales. Si la belleza persiste y el nombre se vuelve, si no eterno por lo menos duradero, ¿qué es del esqueleto que transportaba al pensamiento?
Al escribir esta nota me llega la imagen de Dalí, ya enfermo, viejo pero con la misma sonrisa sarcástica de siempre, el bigote engominado y Gala, siempre Gala a su lado, incondicional después de haber abandonado a Èluard, el poeta que supo rehuirle al surrealismo para incursionar en la poesía de veras, la que habla de la vida y sus 4 historias principales: muerte, amor, sexo y dinero, según Peter Greenaway, justo como lo hicieran Mailer y Vonnegut y Bergman y Kruskal, cada uno a su manera, acaso el último de una forma más distante, a través de la belleza de las matemáticas y el asombro por los patrones que, de vez en cuando, nos revela la naturaleza, pero todos ellos con un profundo amor a la vida y a la belleza, sea cual fuese su manifestación primaria.
Yo no entiendo un carajo. Se han ido y nos hemos de seguir yendo, cada uno a su propio ritmo. Pero, cuando todos nos hayamos ido, ¿quién quedará para garabatear a la memoria y recordarle que el vacío está allá a lo lejos, fuera de la isla pero no en el continente? ¿Quién desandará los pasos de los que ya no andemos e incursionará en el Desierto Rojo y se sentará a la sombra de un eucalipto a descansar y leer, plácidamente, El desayuno de los campeones?

Publicado en El Occidental
Foto: Nel ten Wolde

7 de noviembre de 2007

Isla adentro


He decidido andar isla adentro, recorrer las sendas de tierra roja y sombras de eucalipto. He decidido vivir la vida y ser yo mismo, aceptar las consecuencias de mis actos y mirar de cara al presente como si esto fuese todo lo que hay. El tiempo en un instante y el universo entero en un grano de sal, aunque mi tocayo Blake lo dijo antes, yo lo sigo haciendo, o por lo menos muero en el intento por vivir.
He decidido dar la espalda al mar, olvidar por un segundo que el océano me delimita y que hay una vida y otro espacio allá a lo lejos, allá donde tú, lector, te sientes en casa. No es un abandono ni una petulancia insensata. No un sorbo de tierra o un agujero donde cae el pulque ya regurgitado. Simplemente la vida tal cual, el tiempo que se escapa sin que uno se de cuenta y las marcas de arena que ya han comenzado a pintarse en las manos y las bolsas de los ojos; las canas que ya no son unas cuantas sino una brecha que parece abrirse paso a toda velocidad.
He decidido ir y venir a mi antojo, ser uno mismo pero partirme en mil pedazos. Andar a paso lento con la prisa de quien sabe que la carrera no ha de ganarla la liebre sino la tortuga. ¿Paradoja? La vida en sí.
He mirado hacia adentro, allá donde el sol se oculta desde el otro lado y el conejo que habita la luna devora su zanahoria de cabeza. La punta del infinito comenzó a mostrarse. Vértigo insensato. Si la vida vida es, ¿cómo sabe uno cuando deja de serlo? Si la experiencia es única y personal, ¿cómo saber si otro vive o muere cuando sólo él mismo puede saberlo? Pero, si ya no vivo, ¿estoy consciente de que no lo estoy?
La luz, allá a lo lejos, comienza a brillar. No hay colores distinguibles. Ni siquiera un silencio envuelto por graznidos de aves tropicales que anuncie el letargo del sol. Volteo, qué más, y te encuentro, frente a frente, mirándome a los ojos con aire inquisitivo, sonrisa burlona y una gran alegría por sentirte vivo. No te reconozco, disculpa, últimamente he andado un poco distraído. Cierro los ojos y el desierto se vuelve océano a mi alrededor.

Publicado en El Occidental
© Imagen: Nel ten Wolde

27 de octubre de 2007

Cuando el niño era niño




Cuando el niño era niño era el momento de hacer estas preguntas: ¿Por qué yo soy yo y no tú? ¿Por qué estoy aquí y no allí? ¿Cuándo comenzó el tiempo, y dónde acaba el espacio? ¿No es la vida bajo el Sol sólo un sueño? ¿No es lo que veo, oigo y huelo sólo una ilusión de un mundo anterior al mundo? ¿Existe realmente el mal, y existe realmente gente mala? ¿Cómo puede ser que yo, que soy yo, no existiera antes de llegar a ser y que algún día ese que soy yo no será ya quien yo soy?

Peter Handke

Lo difícil de la vida es que a veces no nos da tiempo para vivir. Sosegados, acaso inmóviles por la presurosa premura de llegar a ningún lado, nos olvidamos de mirar a un lado, respirar y decir: aquí estoy. Me atrevo a pensar, dada mi corta y relativa experiencia, que uno de los factores del aceleramiento vertiginoso de la vida sin autoconciencia se da mucho más en la ciudad, ente pseudomorfo de continua evolución. Creo, supongo, que hay un mundo desconocido y muchos desconocidos allá afuera, un mundo que vive, independiente a mí, fuera de la isla. Acaso la experiencia me lleve a la afirmación. Wittgenstein y sus críticas al Cuaderno Dorado, ¿por qué no?
Y, ¿los otros? ¿Qué hacen cuando nadie los observa? ¿A dónde van cuando ya no es posible ni preciso ir a sitio alguno? Leo las notas periodísticas del día. Allá en el continente: 3 muertos y diversos lesionados por diversos hechos; un camión volcado deja 6 heridos. En la isla recuerdan a un soldado caído y alertan sobre las alzas a las tasas de interés. Pero todo me parece tan lejano. El dolor ajeno, la preocupación por un futuro que nadie asegura, la guerra que después de unos años ya nadie sabe por qué empezó.
Ya no soy un niño. Me queda poco del asombro y la ilusión de aquella época. Aunque apelo un tanto a la sorpresa y al descubrimiento de cosas nuevas en mi trabajo, en la creación de estructuras matemáticas. Sin embargo las mismas preguntas, acaso las mismas que rondan y ronronean en las cabezas de todos, habitantes de la isla y el continente, acaso en unos más que otros, siguen visitándome por las noches. Y no es asombro sino angustia, no es inocencia sino pérdida de ella, la mera evocación de una nada, sea como sea. Entonces me pregunto: ¿Cómo es que algún día ese que soy yo no será ya quien yo soy, si es que alguna vez fui?

Publicado en El Occidental

25 de octubre de 2007

Columnas de polvo



a P Coba


Somos polvo, acaso tierra o arcilla, cal o arena, pero seres de constitución terrestre, de facciones cual laberintos en jardines encantados y planicies desde donde el oprimido se lanza en grito de lucha. Yo soy casi nada. Quizás la serpiente con el elefante dentro o el planeta que gira y gira para alumbrar a su flor. Pavimento, llantas sobre concreto y un calor asfixiante se desprenden del asfalto. ¿Dónde la libertad cuando el sueño ya no tintinea en la memoria?
La ciudad es un organismo complejo, de auto-adaptación constante y morfologías caóticas. Un claxon suena, luego otro y de repente la histeria colectiva se infiltra por la ventanilla. Yo, lector, me veo en los ojos de un exiliado voluntario, un huésped de Terra Nulis. Tú, escritor, me contemplas desde tu guarida, tu refugio apodado intelecto pero que no es sino un cuartel al sentimiento. Las sabiondas se quedan solas, solía decirte tu abuelo. Ahora, sentada en una banca de Hyde Park, piensas en la posibilidad, en el mero intento del quizás. No. No pudo ser. Acaso pero no. Un autobús a toda marcha te vuelve la mirada a la página cifrada, al laberinto de conciencias que se forma al entrelazar pensamientos de, a lo menos, dos seres humanos.
Sin embargo la tierra, mezclada con los elementos precisos y un poco de agua, se enfrenta al fuego y, en lugar de salir huyendo, se fortalece y vuelve rígida, inquebrantable. A lo lejos, una columna ondea entre sus propias sombras. Dentro de la Selva Chiapaneca, las guacamayas parlotean sin cesar. Y, no es truco estilista, como diría Stig Larsson, agradecer a Coba por el uso de la frase corta y el punto sencillo para luego, simplemente, cortar toda explicación…

Publicado en El Occidental

21 de octubre de 2007

Transpacífico

Te miré a los ojos y me respondió el silencio. Creí que el puerto desde donde habría de zarpar el transpacífico aún estaba en pie. Me equivoqué. La ausencia se había vuelto presencia hace ya bastantes, demasiados meses. Aun cuando el verano intentaba abrirse paso entre los agitados días del polen y los vientos, la conmiseración que el tiempo brindaba a sus súbditos se había vuelto insoportable.
Te miré en silencio y, en un instante, me supe extraño, indigente sepultado bajo un río de lava en Indonesia. Bajé la mirada y caminé, errático, hacia ningún lado. ¿Cómo es que el tiempo está constituido a pesar de nuestros deseos?
Ahora me siento ausente, irreversiblemente olvidado por la vida. Las noches de luna llena han dejado de ser especiales. Los cobertizos en la penumbra ya no son nuestro sitio favorito. Dejamos que la estúpida apaciguadora lentitud se vertiera sobre nuestro tiempo. Volteamos en silencio hacia la nave ausente de los hombres que jamás llegaron al puerto deseado.
Entonces, si ya no estoy aquí, ¿dónde estoy? La conciencia va y viene, de vez en cuando me visita pero el televisor o el XBox se encargan de volverla al fondo del letargo. El deseo no es más que un recuerdo de juventud, un sueño de vida que más bien parece un capítulo de un libro escrito por alguien más, acaso un escritor, pero no necesariamente. El cuerpo, una vez atlético, vigoroso y lleno de ímpetu carnal, ahora es una carne reblandecida por la apaciguante vigilia de los actos que se piensan demasiado, tanto que jamás se concretan.
También las noches han quedado atrás. Los viejos ya no duermen, temerosos a la parca errática, impredecible. Si me coge despierto, ¿me permitirá un día más? Días y días desperdigados. El puerto ya no es más que un montón de arena, unas cuantas tablas y un ancla que ya no ha de tocar fondo. Mi vida ya no es un sueño ni un deseo. La vida se ha vuelto vida; vida nada más.

Publicado en El Occidental

19 de octubre de 2007

Plaza

Siempre me han gustado los centros comerciales. Bueno, acaso la palabra “siempre” no sea la adecuada. Digamos: desde que recuerdo, admitiendo que la memoria no es jocosa y socarrona, sino fiel y confiable. La mayor parte de mis tardes de adolescencia las pasé deambulando por las plazas, que aún no eran verdaderos centros comerciales, o malls, à la américaine. En Guadalajara, para mí, había cuatro puntos principales, según la siguiente clasificación: Plaza México, a donde iban las niñas fresas y los pseudos-pandilleros que luego habrían de volverse empresarios; Plaza del Sol, sitio declarado para las aventuras más temerosas, donde era posible guardar el anonimato, hasta cierto punto. Las otras dos plazas estaban ubicadas a la distancia, en rincones del planeta a los que sólo se llega después de invertir demasiado esfuerzo y una gran fuerza de voluntad. Además, para ir a éstas, era necesario contar con un motivo preciso. A Plaza Patria fui una vez, una única vez, como parte de mi entrenamiento en el equipo de atletismo. Corrimos desde la prepa hasta allá, ida y vuelta. No más. La última plaza en la clasificación estaba más allá de los confines del mundo, donde acaba la ciudad, al otro lado del antiguo río, ahora la Calzada Independencia. De la Plaza Tapatía sí guardo una que otra memoria: los lonches –aunque mi amigo el Tuzo se burle de la palabra lonche, a mi me gusta la deformación de la sajona lunch—de Amparito, la plaza de los hippies, la fuente de los niños orinando.
Mi juventud también corrió a lo largo de pasillos de centros comerciales. El Pacific Centre Mall de Vancouver me sirvió de cobijo durante los trayectos al trabajo durante los fríos días de invierno. Para llegar a la pizzería podía escoger, básicamente, dos caminos: el del Mall y la Granville, avenida que también es un centro comercial, pero urbano, al exterior, como algunos arquitectos de la vieja ola gustan llamarle.
Ahora, durante mis años de candidato a doctor en filosofía desando los rincones de Northland, centro comercial al norte de Melbourne.
Sin embargo, no compro ni veo aparadores. Rara vez entro a una tienda que no sea librería, disquera o cafetería. No me gustan las multitudes, las ofertas ni los últimos gritos de temporada. Entonces, ¿qué chingados hago? Miro y me consuelo en el ruidoso silencio de las masas.

Publicado en El Occidental

11 de octubre de 2007

Instantes

La vida, aunque parece un continuo, en realidad está constituida por instantes. El espacio y el tiempo, a pesar de estar formados de una infinita sucesión de puntos o momentos, respectivamente, sólo pueden abordarse de manera discreta, donde lo discreto aquí se refiere al tercer significado de la Real Academia Española: separado; y no al cuarto: moderado, sin exceso.
Tomemos, por ejemplo, a la infancia --aquí me entran unas ganas irresistibles de leer a Thomas Bernhard, pero desafortunadamente no hay editoriales análogas a Anagrama o Acantilado en lengua sajona. Lector, ¿recuerdas cada uno de tus días como una sucesión o apenas uno que otro recuerdo aislado? Yo recuerdo unos cuantos, por ejemplo: el día que fui con mi papá a visitar a un amigo suyo a Ciudad Bugambilias, cuando éste fraccionamiento aún estaba a una tercera parte de infraestructura y se consideraba lejos de la ciudad. La moda en ese entonces eran las Avalanchas, un carro deslizador que consistía básicamente en una tabla ancha, cuatro ruedas, volante y freno de mano. La idea era deslizarse y aprovechar el impulso para manejar cual Fernando Alonso o Schumacher. Mi primer experiencia con el descenso altamente empinado. Mi primer aventura hacia la adrenalina de la velocidad. Mi primer enfrentamiento al miedo. El resultado: un santo porrazo y ambas palmas de la mano peladas, pantalón desgarrado y llanto que reverberaba en el cañón aún virgen. Años después volví al monte, ya fraccionado casi por completo, acompañado por mi primo Rigoberto. Para ese entonces había dominado hasta cierto punto el miedo. Me había vuelto un ciclista de montaña intrépido. Una vez en la punta, dije: que chingue a su madre el que se rajeee... y me aventé cuesta abajo, directo, sin frenos. No recuerdo el brevísimo trayecto hasta las faldas, pero estoy seguro que me brindo una gran satisfacción, misma que viene a mí al traer a la mente la memoria.
Así, me quedo con los momentos en vez de con la vida entera. Lector, ¿cuál es el momento que viene a ti y te llena de júbilo, como fue la carrera en bicicleta para mi?

Publicado en El Occidental

Lo importante es creer

La clave de vivir con sentido en este mundo es creer, es creer en algo, es creer en algo intensamente, ser capaz de soñar, ser capaz de imaginarlo, creer en algo firmemente. Estas fueron palabras pronunciadas por Felipe Calderón, aunque escritas tal vez por un buen escritor, miembro del gabinete presidencial, ante el grupo de los supuestos 300 líderes mexicanos.
Ahora, ¿es necesario ser partidario de la derecha para comulgar con las ideologías de liderazgo? Yo creo que no, aunque si reflexionamos un poco, podemos traer a la memoria la sangre derramada por cuestiones de creencias: que si mi dios es mejor que el tuyo, si esta tierra fue habitada primero por mis ancestros o los tuyos, si la mariguana, el alcohol o el tabaco son buenos o malos para la salud o los impuestos. Sin embargo, si aceptamos el poder de la creencia y la fuerza para sustentarla, si aceptamos que ser vivientes es mejor que sobrevivientes, si nos insertamos dentro de la generación en la que vivimos en vez de dejarnos arrastrar por ella, entonces las alentadoras palabras de Calderón van más allá de las ideologías políticas, más allá de los dogmas o filosofías. Porque la vida bien vivida vale la pena ser vivida. Y, acaso con tintes de sueño americano, cabe la frase: If you want something, go get it.
México está lejos de la isla, de la utopía proclamada por Huxley y retomada por el imperio sajón en las colonias. México es un país donde la libertad se extiende de la sierra al desierto, del bosque a la pradera. Una libertad de acción, de conciencia, de círculos humanos y alta gastronomía.
Los habitantes de la isla hemos sido confinados a nosotros mismos, atrapados en el yo y la superindividualidad que no permite un alto grado de conexión humana. Hay un exceso en la libertad de creencia y sin embargo la mayoría pasamos los días sin pensar en la trascendencia, en el futuro o la hermandad. Los fines de semana se asignan al televisor, a la caja grande de mente corta, al ruido que brinda silencio a la conciencia.
Yo todavía quiero creer, vivir en un México del cual me siento orgulloso, de un México que ya no lucha en las trincheras ni va por las calles temeroso. Un México dispuesto a creer y sostener sus creencias.

8 de octubre de 2007

Vagabundo

Hay algo al fondo del océano, a mil metros bajo tierra, del otro lado del mar. Hay algo en la eterna vacuidad del silencio, en la oscura soledad del sol, en el tierno oleaje de una selva tropical. Hay algo que se revuelca, gira y desembrolla; patalea, cuchichea y sonríe sin voltear la mirada. Hay un hambre y una sed de tierra, una acuosa lágrima de caracol. El universo se disipa y se parte en dos: la roja tierra de un lado; la incesante oscilación turquesa por el otro. Pero también hay sombras para el día y manglares para el agua; sandalias para el hombre y pisadas para desandar. ¿Qué tan lejos puedes ir, antes de perder la senda de vuelta a casa? Acaso los senderos se cubran de hiedra, los puentes detonados --como en la vieja Yugoslavia-- o los ríos se vuelvan riachuelos con apenas una hebra acuosa que se estanca por aquí y allá. Y, si el San Juan de Dios aún corriera a la vuelta de tu casa, ¿sería necesario un puente?
Recuerdo de infancia: Sentados a la mesa en casa de mis abuelos me pregunta mi tía Cristina mientras me pasa un birote de la Central Camionera, de esos grandes y tostados, los únicos, originales: ¿Qué quieres ser cuando seas grande? Traigo a la mente las múltiples respuestas que da Miguel Mateos a ritmo de rock pero suelto la única que me parece confiable: vagabundo. El silencio corre sobre la mesa. Parece que hasta la olla de los frijoles ha parado su ciclo de cocción. Sí, vagabundo, afirmé ante las caras inquisitivas de los demás.
He dado la vuelta al mundo, por lo menos una vez. He caminado entre mapaches y ardillas entre árboles de Arce en el Hemisferio Norte y alimentado canguros bajo sombras de Eucalipto en el Hemisferio Sur. He visto la grandeza y ostentación de los reinados franceses, ingleses y austro-húngaros, pero también la sencillez, pobreza y gran corazón de los tarahumaras y huicholes, para los que la grandeza está en la naturaleza y la impermanencia del tiempo. He hablado y leído en varias lenguas, aunque siempre vuelvo a la materna, con orgullo, a escribir.
Sin embargo, después de tanto ir y venir, se que hay algo al fondo del océano, a mil metros bajo tierra, del otro lado del mar; algo que se revuelca, gira y desembrolla, patalea, cuchichea y sonríe sin voltear.

Publicado en El Occidental

23 de septiembre de 2007

Isla o continente

Es curioso cómo, entre más próxima está la fecha de mi vuelta al continente, más pienso en la isla como si fuese una tierra extensa, capaz de llegar hasta cualquier rincón del planeta a través del ferrocarril. Hace días que ya no pienso en casa como una figura ejemplar, un sitio donde uno va a la cama y se resguarda de los males que la vida acecha. Me he vuelto sobre mi presente y, a la vez, desandado la tierra de los sueños y esperanzas para llegar, cómodamente, a una de realidades tangible, aunque siga coqueteando con altas dimensiones.
El Desierto Rojo o la Barranca del Cobre; Tulum o la Costa Dorada; Puerto Vallarta o Cairns. Puertos desde los que uno zarpa, puentes y cordilleras por cruzar. Una eterna vacuidad llena de nada; un invierno virado en espiral. ¿Por qué piensas que vas hacia delante cuando es el mundo el que viene hacia ti? ¿Por qué la prisa si el universo de todos modos ha de girar? Acaso una hamaca, un libro de Murakami y el atardecer menguante sobre el Pacífico, ese océano que tú
y yo miramos, cada quien desde su lado, cada costa con sus caracoles y almejas, pero agua salda, incolora y abundante, a final de cuentas.
Llega el tiempo en que uno simplemente deja de irse. Unos cuantos, afortunados, se sienten en casa; sin embargo, la mayoría, deambulamos de un punto a otro, achacándonos tareas fútiles y desquebrajándonos el lomo por unas cuantas monedas de incertidumbre. Lo curioso es que andamos y desandamos y no nos movemos. Simplemente, ya no vamos. El Desierto queda en la memoria del que lo cruzó, como un conocimiento del propio ser. La Barranca puede ser un acertijo, ya que los polos se disipan en las alturas y el trópico se reconcilia con la nieve sobre el mismo punto. Queda el agua, llámese océano, mar, lago o charco, sustancia simple, amiga de la vida. ¿Qué habrá en el fondo, allá en lo negro?

Publicado en El Occidental

El gran fuego

Ha vuelto la primavera, con sus vientos caprichosos y juguetones rayos de sol entre los árboles. Ha vuelto la luz y las conversaciones de las aves a las horas adecuadas. La noche se ha replegad a las trincheras; la lluvia ha comenzado a coquetear con las alcantarillas; una familia de aproximadamente 15 patos cruza por la acera rumbo al lago.
Sin embargo hay unos cuantos que se han ido: Pavarotti y Bergman, la voz que parecía eterna y la luz que se encontraba en una pupila precisa, respectivamente. ¿Qué será de nosotros cuando el último de la generación se marche? Sabemos, aunque no tenemos una prueba exacta sino mera experiencia, que el sol saldrá mañana, aunque no siempre fue así. Hubo un tiempo en que el sol no brillaba.
Eran los primeros años de la época de Ensoñación para los aborígenes australianos. En ese tiempo una hermosa chica decidió abandonar a su grupo porque los Ancianos no le permitían casarse con el hombre al que amaba. Cuenta la historia que ella se fue lejos y se escondió en una tierra seca, rocosa, sin comida, agua o un buen espacio para dormir. Aun cuando cansada, hambrienta y con sed, estaba decidida a no volver. Luego vio que los hombres de su grupo
venían a buscarla. Corrió y corrió hasta que no pudo más y cayó rendida, a punto de morir. Fue entonces que los espíritus ancestrales decidieron brindarle un sitio seguro y tranquilo en el cielo. Allí encontró alimentos y reposo. Pasó el tiempo e hizo del cielo su casa. Su disgusto con los de su grupo se volvió preocupación por ellos, al verlos trabajar en la oscuridad, con frío por no poder encender un fuego sino hasta pasada la jornada de trabajo. Así que decidió darles algo de su fuego, hacerlo tan grande que pudiese brindar calor a su gente allá abajo. Al ver que el calor del fuego y la luz que les brindaba era agradable para ellos, decidió volverlo costumbre, hacerlo jornada y apagarlo durante la noche, dando la oportunidad a los hombres de encender su propio fuego y sentarse alrededor de él. Así es como el sol llegó a ser. ¿Qué será cuando el gran fuego ya no prenda?

Publicado en El Occidental

16 de agosto de 2007

Fragmentario luminoso. (Nota: no confundir con Sendero Luminoso)

*
Son casi las cuatro de la tarde y el sol, por fin, rompe entre las nubes solo para, en no más de una hora, volver al letargo. Así es el invierno: la niebla nos resguarda de nuestros peores yo. Acaso la primavera, ahora sí, me devuelva la magia que el devenir del tiempo me tomó prestada. Escucho A Kind of Blues de Miles Davis. El mejor disco invernal, creo yo.
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Es posible pensar en el mundo como una mera composición de luz. Las viejas preguntas de siempre, esotérica, filosófica o matemática: ¿existe lo que no vemos?, ¿es el universo inventado por el individuo o existe en general?, o más estructuralista: ¿mapa o realidad?
***
Escuchando a la banda de jazz de Maggi Olin, releo la traducción de poemas de Stig Larsson que Tigran y yo hemos ido trabajando desde hace 3 años, libro que ha de ver la “luz siempre estremecida” en un par de meses mexicanos. Busco, “…abandonado / hasta por la luz que aquí se encendió”, la palabra ‘luz’ en el texto entero: 13 apariciones: “pero queremos luz – muerte – y continuar / siendo personas errantes bajo el sol / conciliador de todo en una muerte.”
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En busca de uno que otro resplandor, salí a caminar, cruzando en diagonal el parque Pender hacia la avenida. Unos minutos para las cinco de la tarde y la mayoría de los establecimientos ya estaban a medio cerrar. Encontré un depósito, atiborrado, de libros de segunda mano. Al final del estrecho pasillo, entre pilas de libros en formación cuasi-espiral, un rayo diminuto, apenas perceptible desde la distancia, caía sobre un volumen de Patrick White. Supongo es hora de leerlo, me dije. Lo tomé, pagué y salí a la oscuridad.

Publicado en El Occidental

11 de agosto de 2007

Acumulación de la memoria

El mundo se ha globalizado, dicen los amantes del jocoque y la miel de abeja. El mundo es una esfera que se desploma hacia la nada, dicen los cosmólogos y astrofísicos mientras juegan a desenredar listones o supuestos modelos de la realidad más acertada hasta el momento, la teoría cuántica de campos. El mundo ya no es cierto; lentamente, casi sin darnos cuenta, nos hemos ido mudando a una realidad más allá del mero ir y venir cotidiano, a un espacio en el que el yo no es más que parte de una red extensa, un artilugio sin aplicación, un sueño de invierno cuando siempre se está en verano.
La tecnología se ha ido distribuyendo a ritmo acelerado. Yo escribo sobre el teclado blanco de mi nueva MacBook mientras observo, de fondo, los azules del mar que se funden con la tierra roja de Australia, colores que puedo nombrar o describir en código hexadecimal pero, a final de cuentas, de interpretación subjetiva. No hay dos rojos idénticos para diferentes personas. Entonces, ante la imposibilidad de ser objetivos, ¿cómo resguardar la memoria, acumularla para los que vienen, sean quienes sean, de la raza o el planeta que lleguen?
Hemos dejado atrás la época del Renacimiento, cuando unos cuantos hombres -como da Vinci, por ejemplo- generaban el conocimiento entero. Ahora pasa todo lo contrario: muchos hombres trabajando en apenas unos cuantos proyectos; ya no Capillas Sixtinas ni esculturas de pensadores forjados en bronce, sino proyectiles al espacio, colectivos audiovisuales y cadáveres exquisitos de identidades humanas en MySpace o YouTube. Sin embargo, habemos uno que otro empedernido que gusta jugar a la vida. Pasamos las horas leyendo, comiendo bien y sin un espacio virtual en SecondLife. Seguro los habemos, pero ya no somos tantos.

Publicado en La Cultura en Occidente de El Occidental

30 de julio de 2007

La O

Siempre que me preguntan sobre mi ciudad de origen, respondo: yo soy de Guadalajara, la ciudad más hermosa del planeta. Y no lo digo sin motivo. Entre más he viajado y visto el mundo, más he ido cayendo en cuenta de la belleza tapatía. ¿Para qué el Guggenheim cuando tenemos el Templo Expiatorio? ¿Para qué la comida francesa o italiana si están las tortas ahogadas, el pozole y la carne asada? Si de leer se trata, leer se puede. La FIL abre sus puertas cada año con más libros que pesos en el bolsillo. Festivales y conciertos, ópera y ballet folclórico; Chavela Vargas y sus ya años de sobriedad.

Claro que uno siempre quiere ser otro; el eterno conflicto del tú y el yo, el aquí y el allá, ahora o después. La isla circunscribe mientras que el continente expande sus fronteras como un tierno ciervo juguetón buscando a su madre para amamantarse. Desde la isla miro hacia mi ciudad natal y digo: qué ganas de andar por la Plaza Tapatía, incursionar en el Mercado Libertad y tomar un tejuino con nieve de limón; brindar con los amigos y gritar de alegría y desesperación al minuto final del clásico Chivas-América, cuando parece que el gol va a caer, se ve clarito, allí nomás, pero no.

Guadalajara, con sus cientos años de historia y cultura es, merecidamente, una de los centros culturales de América; El Occidental, uno de los pilares donde ésta historia se fue gestando; La O, donde tú, lector, posas la mirada, promete contarte los sueños de los tapatíos, pero no esos que son mera ensoñación sino los que, después del esfuerzo de sus ejecutantes o intermediarios, toman forma real, ya sea a través de letras, sonidos o imágenes. El poder de la magia vuelta realidad; no la brujería sino la cultura, la crónica de ella que al tiempo se vuelve nueva forma arte.


Publicado en Revista La O de El Occidental, 5 de agosto

12 de julio de 2007

3

Infancia

Nací gracias al fervor a la vida y el temor a Dios. Entre tantas y tantas posibilidades, nací yo. Crecí, sonreí, jugué, soñé, inventé, temí, caí; me enamoré. Me miré por vez primera ante el espejo y dije: éste soy yo.
El tiempo se fue imprimiendo sobre mi piel.

Adultez

¿En qué consiste la adultez? ¿Puede uno envejecer sin llegar a serlo o llegar antes de tiempo? Supongo que hay indicios y huellas. Aun cuando se que el sol no gira alrededor de la tierra, me gusta observar al cielo cayendo al fondo del mar durante el atardecer.

Vejez

La puerta de la biblioteca está emparejada. Me acerco sigiloso. Al fondo, entre pilas de libros y papeles estocásticamente ordenados, me veo. Sobre el escritorio, un mapamundi proyectado de sur a norte.
Cierro los ojos y el universo desaparece.

Omar Rojas
Byron Bay, Australia

Publicado en El Occidental

4 de julio de 2007

De vuelta a la ficción

Dispuesto a desandar mis pasos, volví a donde, según yo, cierta vez viví. Lector, ¿crees lo que narro cierto o será mero artilugio de mi imaginación? O, aún más complejo, ¿cómo puedo saber si en verdad viví lo que considero vivido o simplemente lo imaginé? A final de cuentas, ¿importa?, ¿hay diferencia?

Entré sigiloso al restaurante donde hace tiempo flipé pollos y embadurné quesadillas con salsa y guacamole. Busqué a Jacob, el ghanés; a Tiago y a la colombiana cuyo nombre jamás sabré. (Acaso, lector, este sea buen momento para encender el boiler con este periódico y escuchar a El Personal.) Me busqué al fondo del pasillo, cabizbajo y confundido. Al no verme, decidí pasar al departamento de North End Road. Acaso Renata estaría allí. Acaso ella tendría idea sobre mí. Nada. Encontré la puerta pero no el número. Miré a la fachada, arriba de la pizzería. Una mano salía por la ventana a intervalos regulares y sacudía un cigarro. Crucé la acera para ver mejor, creyendo que era ella la que tiraba la ceniza. No era ella ni Macziek ni yo. Alegre de no encontrarme, desandé el camino, con la cabeza erguida y la sonrisa por delante.

Lo que sigue es mera historia, cierta o no pero escrita por otro, el verdadero escritor. Aquí puras salchichas con papas; mejor vamos a los de guaguacoa, ¿no?

Omar Rojas

Londres, Inglaterra

Publicado en El Occidental