29 de marzo de 2005

Historias canadiense-mexicano-colombianas

1.
El último año de mi vida en Vancouver, compartí un departamento con un amigo colombiano, extremadamente millonario, dueño de cafetales y tiendas de autoservicio, quien vivía en el extranjero por miedo a que lo secuestraran, quien me contó una historia bastante conocida acerca de Escobar: un día que andaba por el campo, Escobar se bajó de su BMW justo al lado de un campesino. El hombre, muy respetuoso, se inclinó ante él. Escobar le sonrió y lo saludó, diciéndole: cómo le va, buen hombre, ¿le gusta mi auto? A lo que el campesino humildemente respondió: sí señor. Entonces se lo regalo, si se anima a tomarse esta botella de aguardiente de un trago, dijo Escobar al tenderle la mano con una botella sin abrir. El campesino asintió, con la cabeza gacha, y estiró la mano para tomar la botella. De una, se empinó y, no duró más de un minuto cuando, de repente, cayó muerto, de un paro cardiaco. El campesino no se rajó, prefiriendo la muerte a la cobardía. Mi amigo también me comenta cómo Escobar brindó vivienda a su gente, a los de las comunidades que trabajaban para él. Todos lo querían, me llegó a afirmar. Sin embargo, mi amigo llevaba varios años viviendo como refugiado político en Canadá.

2.
La mujer que más he querido en la vida vivió tres años en Colombia, en un pueblecillo a unos treinta minutos de Bogotá. Regresó creyendo que la única música decente –y que realmente valía la pena– era la cumbia y le ballenato. Así, se aferraba al baile de una manera casi religiosa. Cada sábado era la batalla: vamos a bailar al Casino Veracruz. Que no, que no. Ándale, vamos. No, mejor vamos a bailar música electrónica. Y así se nos iba la noche, entre ritmos que no escuchábamos, sonidos de otras épocas que acaso jamás volverían. Cada que podía, recordaba su viaje de graduación de preparatoria al Caribe colombiano, a la isla de San Andrés, donde vive una colonia de negros, de afros, de rastas. Ahí no se baila otra cosa mas que el Reagge: ritmos ancestrales de nuestros ascendentes africanos. Yo no podía quitarme de la mente mis tiempos en Vancouver, donde las fiestas comenzaban a la una de la mañana, en lugares clandestinos, casi siempre para gays, donde tocaban la mejor música electrónica. Ahí se vivía la libertad del deseo, la pasión por la pasión misma, sin importar sexo, género o creencia religiosa. Era como estar en una isla; si, definitivamente era casi lo mismo.

3.
A veces, muy de vez en cuando, a uno le entra lo hombre, lo macho. En una de esas ocasiones, no hay más escape que la confrontación, la pelea a muerte por los ideales, cualesquiera que estos puedan ser, debidos, casi siempre, al abuso del alcohol. En dos ocasiones tuve oportunidad de probar mi hombría. La primera contra ellos; la segunda, a su favor. Caminaba por la Granville, después de salir de un bar, con un par de conocidos –bastante borrachos– mexicanos. Llegamos a las pizzas de a dólar, donde alguna vez trabajé, cuando nos encontramos con unos colombianos. Yo no los conocía; de hecho, tampoco conocía bien a los que iban conmigo. Comenzaron a discutir entre ellos. Así, se hicieron de palabras, gritos, empujones. Uno de los colombianos empujó a uno de los que iban conmigo contra el mostrador. Los demás trataron de apaciguar los ánimos, ante la amenaza del tendero de llamar a la policía, bastante temible si eres indocumentado. Pedimos nuestra rebanada de pizza y salimos del lugar. De nuevo la discusión, los gritos, los insultos. Creo que estábamos un poco demasiado ebrios, ya que, nadie se decidía a andar atrás, sino que nos íbamos separando, hacia los extremos de la calle, gritando pero sin volver atrás. Entonces uno de ellos se paró, decidido a retroceder. Meses después me enteré de que ese habrá de ser mi roomate. La segunda historia pasó casi a un año de este hecho, cuando, luego de haberme separado de un tormentoso matrimonio, que duró un año de pasión y uno de terror y peleas a diario, compartía departamento con 6 personas, de los cuales 3 eran colombianos: uno de Cúcuta, otro de Bogotá y el último de Cali. Eran casi las dos de la madrugada cuando, el de Cúcuta entra corriendo y, con la voz agitada, nos despierta a todos: levántense y háganme el paro, que ya se me armó con unos pinches canacos. De inmediato nos levantamos y corrimos a ponernos lo primero que pudimos, ya que aun arreciaba el invierno. Ya estábamos todos listos cuando nos damos cuenta de que faltaba el de Cali. Apúrate, le gritamos. Ya voy, respondió desde el baño. Salió después de un par de minutos, subiéndose el cierre de su overall militar, su traje de cuando había hecho el servicio militar allá en Colombia. Ahora sí estoy listo, vamos a partirle la madre a esos maricas, dijo mientras nos empujaba hacia la salida.

4.
En cuanto a la literatura, a lo cual me dediqué después de andar por ahí, viviendo como si nada, no puedo decir mucho. De Mutis es difícil opinar: historias de piratas que siguen teniendo presencia, por lo menos en las costas de nuestra Baja California. García Márquez ya tiene su Nobel, ¿no? Considero que las verdaderas historias, aunque las mas crueles, se están escribiendo hoy día. Colombia está despertando al mundo, contándole sus temores y sus alegrías, mediante el cine: La virgen de los sicarios, María llena eres de gracia. La muerte empapada de religión, el destino de los pobres en manos de los ricos, los deseos de la clase pudiente, junto con su amor al país, mientras se comen una arepa en Brooklyn, añorando lo que dejaron, los perros de la mansión, los tanques que les llegaron a cerrar el paso cuando fueron de vacaciones a la playa, o a la selva o a la montaña; los guerrilleros que nadie ha visto y sin embargo, todos temen.

5.
Bogotá y Guadalajara están unidas como rutas comerciales, de la cocaína, hacia Vancouver. Si por allá se pone de moda arrancar la lengua a la víctima –casi siempre soplón– y hacerle una incisión en la garganta, para insertársela a manera de corbata, dejándolo morir desangrado, no tardan los compatriotas en hacer lo mismo, sintiéndose menos en cuanto a las estrategias del dolor. Así, compartimos ciertas formas de ver la vida, por duras que éstas puedan parecer. También nos une el gusto por la comida, el baile y el amor. Sí, en definitiva, el amor.

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