4 de junio de 2005

La prepa y la literatura

Plática con estudiantes de preparatoria en Tamazula, Jalisco
3 de junio de 2005

¿Es posible la literatura hoy en día? La literatura es mucho más que libros, escritores y lectores; medios, facilitadotes y receptores. Mas bien, es un proceso activo, una complicidad encarada de ambos lados del espejo. Yo me considero cómplice de las letras, no sólo de las escritas, sino de las vividas, de las historias que uno va inventando para reformular su propia vida. Acepto que nunca tuve un abuelito con una gran biblioteca en la cual pudiese encontrar los clásicos de aventuras; de hecho, comencé a leer libros de aventuras, como el fabuloso Viaje al centro de la tierra de Verne, mucho después de haber vivido bastantes de ellas. Si el Quijote es una aventura de locura, de viaje a lo desconocido, yo también emprendí su lectura, pero sin jamás tomar el libro: el desplazamiento del individuo lo lleva a mover su punto de equilibrio. Ahora estoy enfrascado en medio de la primera parte del libro: lo acepto, aun no lo he leído completo.
Entonces, ¿cómo leer los libros que no requieren letras?, ¿cuáles gozar de veras, por su pura esencia tipográfica? ¿Cuándo comienza el gusto por el libro como objeto? ¿Cuál es la edad propicia para ciertos libros? Tantas preguntas y tan pocas respuestas. Estoy de acuerdo, habrá quienes aseguren categóricamente tener la razón sobre la lectura y la literatura pero, qué chingados, uno lee lo que quiere cuando quiere si es que quiere, ¿no?
Ahora pretendo bosquejar, someramente, mi interpretación del mundo gracias a la lectura de libros, pantallas electrónicas, películas en otro idioma, video juegos y escenarios de verdad. Como ya dije antes, no tuve acceso a la biblioteca del abuelo –no la tenía– y fue hasta la preparatoria cuando pude visitar una biblioteca verdadera –aunque un tanto sombría, con olor a madera vieja, poca iluminación y un apartado de libros medio prohibidos, ya que era una escuela católica– y acceder a mis primeras obras literarias, aunque en ese entonces yo no tenía ni idea de qué era esa cosa llamada literatura. Yo sólo sabía que había preguntas que no lograban ser contestadas por mi propia experiencia y que, según yo, alguien más habría tenido en otra época o circunstancia.
Así, después de las pestes, las nauseas y demás títulos existencialistas, descubrí a Zaratustra o Zoroastro y sus discursos del super-hombre desde la montaña. Como prestaban los libros únicamente por un día y sólo con motivo aparente –hacer una tarea para la clase de lectura o historia–, habíamos de ingeniarnos la manera de robarlos, leerlos entre los amigos interesados y, al final, cuando ya no quedaban ganas de abordar el libro, regresarlo a su mismo sitio, al anaquel donde seguiría empolvándose hasta que, otro lector, con ganas de atragantarse de vida, llegara con las mismas preguntas, u otras pero estilizadas de otra forma, y robara el mismo libro, que apenas tenía uno o dos sellos de salida, muchos años atrás, acaso muchos más que la edad del inquieto estudiante.
De ahí salté a Herman Hesse. Me intrigó su Siddharta, la historia de Buda, ese ser casi mitológico que predicaba la espera, el ayuno y la oración y quien, después de haber andado sendas tan diversas como el ermitañismo y la opulencia de los lujos y la lujuria, se sienta a contemplar el agua de un río correr. Continué con El lobo estepario, Demian, La ruta interior. Y, no fue sino hasta hace unos años, gracias a la recomendación de un buen amigo italiano, que descubrí la gran obra de Hesse, Narciso y Goldmundo, esa que reúne todos los demás libros, mostrando que un escritor sólo tiene una historia que contar y la sigue repitiendo a lo largo de los años. Justo como una persona tiene una única vida que va diversificando pero que, al final, tiende siempre al mismo punto: la muerte.
Khalil Gibrán y su historia del loco fue una de las huellas de esa adolescencia no del todo identificada, cuando los amigos eran el valor más preciado y las primeras borracheras eran una competencia por ver quién vomitaba primero. Siempre que puedo, recuerdo la historia de un reino a donde llega un brujo y envenena el agua del pozo de donde beben todos. Poco a poco, van bebiendo y volviéndose locos hasta que, el único que no ha bebido es el rey, de quien se rumora: “el rey se ha vuelto loco”. Éste, para recobrar la cordura, bebe y se vuelve normal, loco como los otros. Y no se por qué también me llega a la mente la historia de aquella borrachera con jerez, o la pelea en la que estuvimos diez amigos rodeados por unos cien dispuestos a masacrarnos, o la fiesta donde la amiga de Laura insistía e insistía en que bailara con Laura, y yo sin animarme por ser la exnovia de uno de los de la banda.
Luego conocí a los surrealistas, la casa de Diego Rivera en Guanajuato, durante el primer y único paseo escolar que tuve en la preparatoria; la de Trotsky en Coyoacan, en un viaje de fin de semana para ver a los Rolling Stones. Llegué al prepotente de Breton, al delirante Artaud, al romántico y abnegado Eluard. Luego, Gala y Dalí; Dalí y Gala.
Casi no leí a los mexicanos, lo acepto. El laberinto de la soledad de Paz y El llano en Llamas de Rulfo fueron libros que había que leer, por obligación. Supongo que debido a eso no les tomé tanto cariño hasta que pasaron varios años y lugares y pude retomarlos para saborearlos como sólo se disfrutan las historias verdaderas, por el puro deleite de ser contadas, vividas y escuchadas –o leídas, en nuestros tiempos modernos–, tal cual lo plantea Kurosawa en Rashomon, historia en la que se juntan un par de japoneses, durante una tarde lluviosa, a contar un suceso de diversas formas, según cada quien lo recordaba o lo había oído para, al amainar la lluvia, despedirse sin estar seguros de cual fue la verdadera.
Llegaron otros libros, aventuras, gustos y temores. Durante mis años de preparatoria estuve en la selección de básquetbol, la de atletismo y la de Tae-kwon-do. Apenas quedaba tiempo para ingresar en los libros. De hecho, jamás me imaginé que en un futuro –ni lejano ni cercano– sería capaz –o tendría la intención– de escribir un texto ya no se diga literario, sino de pensamiento, crítica, ciencia o reflexión filosófica. Fue hasta el último año que conocí a Pink Floyd mientras fumaba por primera vez en la sierra de Tapalpa. Supongo que ahí me entró la curiosidad por saber un poco más, por preguntarme con esperanza de encontrar respuestas. Después vino el tiempo del exilio voluntario: Canadá, Vancouver y su bellísima biblioteca pública, donde devoré libros, películas, discos de música y paquetes de auto aprendizaje de idiomas como el ruso, alemán o árabe –de los cuales nunca pude repetir una sola palabra. Ahí leí todo lo que pude sobre pensamiento alternativo en voz de Timothy Leary, Alan Watts y la generación beat; religiones: budismo zen, tántrico, islamismo, hare krishnas, mormones, cienciologistas, cristianos, católicos, hindús y otras que no recuerdo; literatura latinoamericana, como Vargas Llosa, Torcuato Luca de Tena, Oliverio Girondo, Cortázar, Paz,…
Años después la biblioteca de la Universidad Veracruzana en Xalapa me permitió constatar que en nuestro país hay lugares maravillosos, que nos llenan de orgullo. La biblioteca está situada sobre un montículo desde donde se mira un lago y jardines alrededor. Ahí descubrí las posibles analogías –así como las evidentes rupturas– entre arte y ciencia; poesía y matemáticas, en particular

Ahora la lista de libros y autores es demasiado extensa. Ya no leo por obligación ni escribo por mero gusto. La necesidad se me ha arraigado de tal manera que me es imposible escapar a las letras, los signos y símbolos de nuestra generación. Hay libros condenados a guardar un separador entre sus páginas por toda la vida; otros, como Telón de Boca de Goytisolo o Las Moscas de Monterroso, te llaman a iniciar de nuevo justo cuando das la vuelta a la última página. Estoy seguro que un buen libro es una fiel compañía. Por lo menos para mí, que a veces sufro terriblemente de aburrimiento, haciéndoseme casi imposible estar conmigo mismo por más de unos cuantos minutos sin hacer nada.
Así, cuando tengo que ir al banco y hacer una fila larguísima para pagar el teléfono; o cuando iba a la universidad y faltaban uno o varios maestros y había de esperar unas cuantas horas a la siguiente clase; o en la noche que pareciera tan larga que nunca fuese a terminar, y tan densa como si se animara a mostrarme la muerte si me descuidase; o los fines de semana cuando estoy solo y no tengo ni un peso ni un amigo con quien hablar; o para hablar con los amigos y contarles una historia fabulosa que leí hace ya tiempo; o como refugio ante las ganas de no hacer nada; en todos estos momentos, uno puede abandonarse realmente, al mejor abandono posible, según Imre Kertesz –premio Nobel de literatura, quien vivió en un campo de concentración durante la segunda guerra mundial– el abandono de la literatura. Y no solo de libros, sino de vida, amistad, aventuras, sueños, amores, terrores, besos, golpes bajos, lágrimas, risas; y poesía, siempre poesía, como la vida en sí.

1 comentario:

  1. Anónimo12:31 p.m.

    cabrón eres un maestro

    No pensé que te acordaras de nuestras pinches patoaventuras por el mundo

    No pares de escribir
    chance algún día la banda te crea esas historias.

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