Ella es la transparencia, el deseo vuelto realidad. Basta una sonrisa, un arqueo de ceja, para estremecerlo a uno con la más intensa emoción. Ella anda ligera, sin preocuparse demasiado por el futuro. Las decisiones importantes –si es que las hay–, las posterga para mañana. Entre vivir y planear la vida, entre gozar el momento o edificar un futuro incierto, ¿hay decisión? Ella juega, baila, canta; ríe. El compás de las olas le dice mucho más que una enciclopedia ilustrada. Se tira sobre la playa, enciende un cigarro y extiende su mirada en la profundidad del mar. En el horizonte no hay diferencia; se desvanece ésta. Azul claro, azul marino, azul índigo; azul celeste.
Ella… ella es. Se va desvaneciendo, cambiando de forma. Va del azul al marrón, de la promesa infinita a la desesperación de nudo topológico. Basta mirarla para que, de inmediato, cambie de posición y se pierda en el espacio. El tiempo… el espacio… la indeterminación e indecibilidad del lenguaje formal. ¿Puede acaso definirse un objeto que no se entiende?
No siempre vivió en el silencio. Tampoco nació siendo amante de los libros y la belleza que estos llevan. De hecho, no fue sino hasta unos días antes de ingresar a la habitación que compró su primer libro como objeto –edición de pasta gruesa verde, tipografía Old Style y márgenes espaciados, cosido en partes, con una portada bastante elegante, de Quaderns Crema, editorial barcelonesa, metamorfoseada en lo que hoy es El Acantilado–: La Nave de los Locos, de Katherine Anne Porter, escritora estadounidense que murió en 1990.
Se fue recluyendo en su habitación. Apenas salía y había abandonado el diálogo. Básicamente, se podría decir que salía únicamente para ir al cine y a comprar agua mineral, ya que no le gustaba tomar agua natural. Cada vez más silencio. Cada vez más hasta que se volvió costumbre, como si la realidad fuera un objeto demasiado ajeno, difícil de expresar. ¿Para qué continuar con algo que tendrá un fin? Si la vida está destinada a sucumbir, si el planeta a desaparecer, ¿por qué preocuparse por levantarse cada día y hacer las cosas bien? La vida pasa, aun cuando uno no se de cuenta. Y si de cualquier forma pasa, ¿por qué no dejarla pasar y hacerse a un lado para contemplarla? Con esta idea en mente, el hombre entró a la habitación oscura, se recostó con la ropa puesta, y esperó.
Ahora no hay huecos de luz ni de sonido. El mundo entero ha desaparecido para este hombre. Sin embargo, la vida continúa, ¿no?
Cuando creyó que todo estaba perdido, que no había esperanza para continuar, la conoció. Nilsa: cabello castaño claro, lacio, recogido en una cola de caballo con una liga color azul; ojos verdes, casi traslúcidos; sonrisa discreta, voz dulce; aproximadamente 1.60 m, 60 kilos, piernas largas, cubiertas por un pantalón de mezclilla; blusa naranja, con el estampado de alguna ciudad de Europa. ¿Idea bastante cursi o realidad? No, la realidad se presentaba en su mejor expresión. ¿Dudar de la suerte de uno? Acaso, pero no tanto.
No creyendo en lo que veía, el hombre se retiró, con la cabeza baja, arrastrando las agujetas a medio desamarrar, sin apenas dirigirle la palabra. Intercambiaron impresiones. Se despidieron. Saliendo del lugar, volvieron a despedirse. Fue entonces cuando sintió en su mejilla derecha el calor de unos labios húmedos, en una despedida que pretende ser un no me voy, me quedo contigo para siempre, sin importar lo que esto pueda significar. Apenas pudo reaccionar. Adiós. Sí, adiós. ¿La volvería a ver? ¿Cuándo? Incapaz de contestar, congelado por el miedo a perder un posible amor, decidió recluirse para no salir, para olvidar que el mundo juega con uno, permutando los objetos y las vivencias al azar, de manera que lo que llamamos vaca, gallina o zorrillo, recibe ese nombre por mera creencia en alguien que los ha visto, o por escenas aparecidas en televisión.
Si la televisión recrea la vida, yo recrearé mi mundo dentro de la oscuridad, pensó.
Saben que llegará el día en que los dos puedan estar del mismo lado. Por ahora, no están seguros de querer hacer el intento. Les consuela saber que hay algo allá atrás, una esperanza de vida para cuando agoten la que tienen. Ilusos, simples fatalistas. Confiarse al destino, a la impredecible y estúpida ley de la vida, la evolución de las especies y la transformación genómica –el auto-corrector de textos me sugiere cambiar genómica por gnómica, ¿sería ese su sentido anterior?–, parece demasiado absurdo hoy en día, ¿no?
Demasiadas interrogantes en un lapso muy corto de tiempo, ¿no crees, lector? Me gustaría llamarte de otra forma, acaso conocer tu nombre, de dónde eres, tu profesión. Me gustaría verte a la cara y decirte que la vida sigue mientras exista un hombre y una mujer que caigan en el amor. Me gustaría darte esperanza, decirte que todo va a cambiar para bien, para mejorar. Pero como se que mentiría, prefiero escribir desde el anonimato que dan las letras, la pantalla parpadeante, los caracteres que no son mas que bits hilvanados. Cadenas de unos y ceros, nada más. Si, a eso se reduce la vida, a simples unos y ceros. Pero, ¿y el dos?
El dos es necesario para la reproducción, para justificar el paso fortuito de la humanidad por la tierra; del dos nace la palabra amor. Y no de Omar, armo, Roma o ramo. No; del dos.
El muro sigue tan alto como siempre; el agujero, igual. La entropía apenas se distingue cuando uno quiere acelerarla. Llegará el día en que volverán a encontrarse; eso esperan, quizá.
Ella… ella es. Se va desvaneciendo, cambiando de forma. Va del azul al marrón, de la promesa infinita a la desesperación de nudo topológico. Basta mirarla para que, de inmediato, cambie de posición y se pierda en el espacio. El tiempo… el espacio… la indeterminación e indecibilidad del lenguaje formal. ¿Puede acaso definirse un objeto que no se entiende?
No siempre vivió en el silencio. Tampoco nació siendo amante de los libros y la belleza que estos llevan. De hecho, no fue sino hasta unos días antes de ingresar a la habitación que compró su primer libro como objeto –edición de pasta gruesa verde, tipografía Old Style y márgenes espaciados, cosido en partes, con una portada bastante elegante, de Quaderns Crema, editorial barcelonesa, metamorfoseada en lo que hoy es El Acantilado–: La Nave de los Locos, de Katherine Anne Porter, escritora estadounidense que murió en 1990.
Se fue recluyendo en su habitación. Apenas salía y había abandonado el diálogo. Básicamente, se podría decir que salía únicamente para ir al cine y a comprar agua mineral, ya que no le gustaba tomar agua natural. Cada vez más silencio. Cada vez más hasta que se volvió costumbre, como si la realidad fuera un objeto demasiado ajeno, difícil de expresar. ¿Para qué continuar con algo que tendrá un fin? Si la vida está destinada a sucumbir, si el planeta a desaparecer, ¿por qué preocuparse por levantarse cada día y hacer las cosas bien? La vida pasa, aun cuando uno no se de cuenta. Y si de cualquier forma pasa, ¿por qué no dejarla pasar y hacerse a un lado para contemplarla? Con esta idea en mente, el hombre entró a la habitación oscura, se recostó con la ropa puesta, y esperó.
Ahora no hay huecos de luz ni de sonido. El mundo entero ha desaparecido para este hombre. Sin embargo, la vida continúa, ¿no?
Cuando creyó que todo estaba perdido, que no había esperanza para continuar, la conoció. Nilsa: cabello castaño claro, lacio, recogido en una cola de caballo con una liga color azul; ojos verdes, casi traslúcidos; sonrisa discreta, voz dulce; aproximadamente 1.60 m, 60 kilos, piernas largas, cubiertas por un pantalón de mezclilla; blusa naranja, con el estampado de alguna ciudad de Europa. ¿Idea bastante cursi o realidad? No, la realidad se presentaba en su mejor expresión. ¿Dudar de la suerte de uno? Acaso, pero no tanto.
No creyendo en lo que veía, el hombre se retiró, con la cabeza baja, arrastrando las agujetas a medio desamarrar, sin apenas dirigirle la palabra. Intercambiaron impresiones. Se despidieron. Saliendo del lugar, volvieron a despedirse. Fue entonces cuando sintió en su mejilla derecha el calor de unos labios húmedos, en una despedida que pretende ser un no me voy, me quedo contigo para siempre, sin importar lo que esto pueda significar. Apenas pudo reaccionar. Adiós. Sí, adiós. ¿La volvería a ver? ¿Cuándo? Incapaz de contestar, congelado por el miedo a perder un posible amor, decidió recluirse para no salir, para olvidar que el mundo juega con uno, permutando los objetos y las vivencias al azar, de manera que lo que llamamos vaca, gallina o zorrillo, recibe ese nombre por mera creencia en alguien que los ha visto, o por escenas aparecidas en televisión.
Si la televisión recrea la vida, yo recrearé mi mundo dentro de la oscuridad, pensó.
Saben que llegará el día en que los dos puedan estar del mismo lado. Por ahora, no están seguros de querer hacer el intento. Les consuela saber que hay algo allá atrás, una esperanza de vida para cuando agoten la que tienen. Ilusos, simples fatalistas. Confiarse al destino, a la impredecible y estúpida ley de la vida, la evolución de las especies y la transformación genómica –el auto-corrector de textos me sugiere cambiar genómica por gnómica, ¿sería ese su sentido anterior?–, parece demasiado absurdo hoy en día, ¿no?
Demasiadas interrogantes en un lapso muy corto de tiempo, ¿no crees, lector? Me gustaría llamarte de otra forma, acaso conocer tu nombre, de dónde eres, tu profesión. Me gustaría verte a la cara y decirte que la vida sigue mientras exista un hombre y una mujer que caigan en el amor. Me gustaría darte esperanza, decirte que todo va a cambiar para bien, para mejorar. Pero como se que mentiría, prefiero escribir desde el anonimato que dan las letras, la pantalla parpadeante, los caracteres que no son mas que bits hilvanados. Cadenas de unos y ceros, nada más. Si, a eso se reduce la vida, a simples unos y ceros. Pero, ¿y el dos?
El dos es necesario para la reproducción, para justificar el paso fortuito de la humanidad por la tierra; del dos nace la palabra amor. Y no de Omar, armo, Roma o ramo. No; del dos.
El muro sigue tan alto como siempre; el agujero, igual. La entropía apenas se distingue cuando uno quiere acelerarla. Llegará el día en que volverán a encontrarse; eso esperan, quizá.
Nilsa...qué coincidencia! por acá supe de una cantante africana que precisamente se llama igual... pero vive en Suiza. Seguramente se aburre ahí, es el país más monótono y predecible en el que he estado...aunque también sea uno de los más ricos, me cuesta trabajo imaginar que alguien pueda elegir vivir ahí, siendo el mundo tan grande. Ahora me toca hacer el viaje al revés: del primer mundo al...cuarto? Estoy llena de curiosidad, preguntas... y sí, un poquito de miedo, hay que confesarlo. Quién sabe lo que me espera en Mozambique...?
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