Ni siquiera dos meses en Londres y ya puedo hacer el recuento de una vida que ha llegado, en la manera de lo posible, a su fin. No significa que la muerte ande rondando por ahí sino que es tiempo de reiniciar una nueva senda, acaso bastante distante del rumbo que tenía imaginado. Siempre pasa: la realidad transforma a los sueños, o al revés, ya ni sé. Hoy es el primer sábado que estoy en Londres sin trabajar; desde el segundo día de mi estancia por acá había trabajado todos los fines de semana, incluyendo las jornadas dobles de los domingos. Seis semanas en total: cuatro como cocinero, asistente de chef y, las últimas dos, como chef principal. Casi como pasa en la mayoría de los puestos ejecutivos, en que el jefe ya no hace mucho de lo que hacía antes sino que se encarga de encomendar o dirigir trabajos, así también pasa con la cocina. El chef, además de cocinar, se dedica a una barbaridad de trabajos administrativos, contables y de recursos humanos que no tienen nada que ver con el sabor o calidad de los platillos. Creo que la palabra clave para denominar a este tipo de trabajos es: responsabilidad. Cuando uno es el jefe, es responsable de todas las acciones y omisiones de aquellos al cargo. Y los errores, aunque no sean propios, se pagan caros, hasta con la cabeza de ser necesario. Y a mí me costó la cabeza un error de uno de los cocineros: un pollo echado a perder en una ensalada césar preparada por un polaco con una receta inglesa. En fin, a empezar de nuevo en otra vida, en otro sueño o simple realidad.
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