Supongo que las cosas, efímeras por naturaleza, están destinadas a desaparecer tarde o temprano. Ante la velocidad de nuestros “tiempos modernos” se ha vuelto cada vez más necesaria la evaporación material. Los autos van cambiando y presentando innovaciones sorprendentes: a mayor velocidad se requiere más seguridad. Queremos volar pero asegurados contra la muerte. La moda, los viajes, los electrónicos y computadoras evolucionan, se transforman; los objetos, al aparecer su sucesor, se vuelven obsoletos. Estar en la punta de la tecnología es estar en la punta del mundo, vivir la generación que a uno le ha tocado vivir, piensan unos. Sin embargo todavía quedan muchos románticos, creyentes en la conservación de la energía. Para ellos da lo mismo andar en un Bentley que en una Brasilia; tener celular o no. O, ¿acaso el celular ya no sea un lujo sino una necesidad? Creo que en Londres es más una necesidad que un lujo. Según mi experiencia: Vivo en un departamento de cuatro recámaras, sala, cocina y un baño y medio. Somos 10. Cuarto 1: Lucía, chiapaneca, trabaja en un bar bastante corriente en Hammersmith; Renata, polaca, con bronceado artificial, trabaja 70 horas a la semana como asistente de gerente y hostess de un restaurant y, Marta, polaca, estudió cine pero trabaja en una oficina y en un bar del centro. Cuarto 2: Sandra y Machek, mexicana y polaco. Ella trabaja en un restaurant marroquí como mesera y él cocina en uno inglés. Cuarto 3: Dritan, griego, bartender y Paola, colombiana y desempleada, comparten la litera junto a mi cama, optando desde hace unos días por compartir mejor la cama. Cuarto 4: Christian y Dora, mazatlecos. Él es bartender; ella, vendedora en una tienda de ropa para dama. Compartimos el mismo techo y, sin embargo, apenas nos conocemos. No conozco el apellido de uno solo de mis compañeros. El refrigerador y la alacena están divididos por anaqueles, de manera que cada quien pueda tener su comida. 10 saleros distintos para una misma estufa. Ante tal individualismo, es obvia la imposibilidad de tener un teléfono fijo.
Compré un teléfono francés marca Alcatel y la línea con la compañía Virgin Mobile. Estaban de visita un par de amigos de Jul y, turisteando por la ciudad, entramos al Virgin de Picadilly. Como uno de ellos, el Checo, era distribuidor autorizado de celulares en Guadalajara, sabía de teléfonos. Como buen vendedor me mostró las características básicas de algunos teléfonos; favoreció los Nokia, mostró su apatía por los Motorota; dijo que ya no le gustaban los que se desdoblan. Me recomendó un teléfono con cámara de video y fotos, tribanda y otras funciones que uno no sabe para qué pero no caen mal. Además estaba en oferta: 60 libras al comprar 20 de tiempo aire. Como necesitaba un teléfono y traía la American Express en la cartera, decidí comprarlo. Le pedí a la vendedora uno. Al buscar en el almacén me dice: Lo siento pero ya no tenemos. Puedo preguntar en otra sucursal, ¿esta bien? La dificultad de tener el teléfono me hizo convencerme de que sí lo quería. Habló a otra tienda, donde le dijeron que les quedaban dos. Pidió apartaran uno a mi nombre y me dio indicaciones de cómo llegar. A sólo unas cuantas cuadras, en Oxford Street estaba el otro Virgin. Llegué, lo pagué y me fui con mi cajita nueva.
Comencé a tomarle el gusto a mi nuevo teléfono. Hice mi CV con mi nuevo número y dirección: Omar Rojas / 6 North End Road / W14 0SH / London / 077 2211 9194. Repartí varios currículos, me hablaron de unos cuantos. No salió nada. Continué con la misma chamba, asistente de chef hasta que, a la cuarta semana, el chef decidió marcharse a trabajar en un restaurante español. Me dijo que si quería, podía quedarme en su lugar, lo cual implicaba ganar mucho más, casi el doble aunque también llevaba su carga de responsabilidad. Pasé la siguiente semana trabajando día y noche, tratando de sacar adelante al restaurante. Y no salió tan mal; de hecho, fue bastante buena. La segunda semana llegó cargada de incertidumbres: personal nuevo, sin experiencia, un poco de depresión acumulada por mi parte, estrés, proyectos futuros, etc. El sábado tendríamos una fiesta de canapés para uno de los clubes nocturnos del dueño del restaurante. El viernes por la mañana decidí salir de compras a Tesco. Fui y volví, cargado con 4 bolsas llenas. Al cambiarme para ponerme el uniforme de nuevo me doy cuenta: no traigo mi celular. Lo busqué varias veces en todos los bolsos del pantalón, la chamarra y la sudadera. Entré a la cocina y busqué entre las repisas. Miré entre los uniformes tirados por el piso. Nada. En definitiva se me había caído en el camino. En este caso lo más natural sería marcar a ver si contestaban del otro lado. Subí a la oficina y marqué. Al segundo timbre contestaron. Hola, ¿quién habla?, dije. Creo que alguien dejó su teléfono en el taxi, respondió la voz. Le agradecería mucho si pudiera traérmelo. Le pagaré la tarifa y una ligera recompensa, dije. Esta bien, déme la dirección y se lo llevo. Le di la dirección junto con las gracias y comenzó la inquieta espera, la antelación de un evento que parece bueno ante una posible desgracia. Casi una hora más tarde, llegó el mismo señor inglés, canoso, delgado y de lentes de metal redondos, de unos 60 años, mismo que me había llevado a Tesco. Le di 30 libras: 18 de la tarifa y 12 de agradecimiento. 600 pesos por un olvido.
Esa misma semana, el domingo por la noche, me corrieron del trabajo. El dueño no quiso escuchar razones. Se trataba de levantar un buque hundido y, sin darse cuenta de la cuesta, trataba de culpar a otro por sus omisiones. Trabajar en un lugar donde el personal no está contento, donde la calidad es media y no hay un esfuerzo sincero por parte de todos puede volverse bastante tedioso. Para mí, la comida no era tan buena como me gustaría. De hecho, ni siquiera me daba hambre ya que no se me antojaba nada de lo que cocinaba: ensaladas demasiado amargas, comida bastante grasosa y rica en colesterol, postres viejos y congelados. Tenía planes para cambiar el menú, hacer especiales para la comida y tantos otros que nunca habrían de realizarse. Decidí tomar la semana libre, sentarme a leer y a escribir, recorrer cada día un distrito distinto de la ciudad, pasear por los parques con la luz oblicua y juguetona de la mañana otoñal, reír un poco, tomar cerveza, ir al cine, a National Gallery y descansar. Llegó el sábado y, con él, una prueba de trabajo en un restaurante del bajista de los Rolling Stones, justo a unas cuantas cuadras de mi departamento, a una cuadra de High Street Kensington. Trabajé con un par de brasileños, un ghanés, un inglés, un argelino y un japonés. El trabajo fue un tanto extenuante, más que creativo o interesante. De cualquier modo me gustó: recobré el contacto con la vida al pelar una manzana, pelar un camarón y meter las manos en el guacamole. A la salida, entré al vestidor para quitarme el uniforme y volverme a poner la camiseta, camisa, sudadera y chamarra. Ya vestido, revisé los bolsillos de la chamarra: la cartera, mi moleskine de bolsillo y una pluma en el derecho; un gorro que recién había comprado en oferta y mi celular… no, mi celular no estaba. Busqué de nuevo, removiendo las manos entre los bolsillos, tratando de sentir por todos lados, descubriendo todos los pliegues y recovecos de las cuevas que jamás ven el sol pero resguardan los más preciados secretos junto a las increíbles banalidades de la vida diaria. Me sentí como el hombre que intenta desprenderse de su sweater en uno de los cuentos de Cortázar. Regresé a la cocina a decirle al chef que no podría esperar su llamada para el día siguiente ya que, ya no tenía teléfono.
Salí a la calle con un gran y profundo vacío. La soledad de la incomunicación me había inundado. Ahora, el mundo parecía tan lejano, tan distante. Había números de personas que, ahora, acaso jamás volveré a ver. Sólo unos cuantos valen la pena recuperar, acaso ni uno solo, sólo seguir como si nada hubiera pasado, renovar las amistades y los contactos justo como cambiarse de calcetines. Mi Alcatel su fue y, lo confieso, me dio un poco de tristeza. Más tristeza que coraje. Las cosas, hasta antes de la modernidad, se iban desvaneciendo con el tiempo; ahora, se evaporan de repente, pierden sentido, utilidad o presencia al instante. Justo como pasa con la muerte: antes los viejos se acostaban a morir y se preparaban hasta decir es todo y extender el suspiro hasta alcanzar la eternidad; ahora, la muerte llega fulminante, sin aviso ni protocolo. Ahora estoy solo. Mañana me compro un nuevo celular de otra marca, con otra compañía y un nuevo listado de contactos.
21 de noviembre de 2005
Réquiem por mi celular
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