Tenía la edad de Julieta; yo, la del único heredero de los Montesco. Esa noche de frío ligero había agua de jamaica y hot-dogs de la Minerva. Esa noche los sueños de infancia cederían ante los deseos de la juventud. Incrédulos, nos miramos sin saber definir nuestros sentimientos: el brillo en los ojos, la sonrisa sobre-extendida, el cosquilleo en el abdomen, el nerviosismo de lo desconocido se apoderó de nosotros. No hubo palabra posible; su presencia colmó la vacuidad del silencio. Quince años después nos miramos de nuevo. El paso del tiempo –traicionero en mi caso– le favorecía. Decidí acercarme y, ahora sí, hablar con ella. Noches acumuladas a lo largo de los años habían sido testigo de mis argumentos sobre qué decirle, cómo acercarme, bajo qué pretexto. Siempre me pregunté por el hubiera –conjugación apendejativa de los ilusos. Esta noche habría de terminar la suposición. Y, ¿si decía que ella también había pensado en mí todo este tiempo?, o, ¿si me veía como un extraño, incapaz de reconocerme? No pude con la verdad; estaba demasiado acostumbrado a la ficción, a las historias felices, manejadas a mi antojo. Di media vuelta y me alejé para, así, seguir soñando. Minutos después la vi alejarse, a toda marcha, en un Jetta blanco.
29 de octubre de 2006
RIA
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No sabes lo que me ha gustado de lo de "conjugación apendejativa". Un español jamás había podido escribir ésto. Es fantástico este idioma tan diverso. Cuánto aprendo.
ResponderBorrar