Tarde de medio verano; y las paredes de madera
comienzan a absorber el calor,
y los niños se hunden desentusiasmados sobre los escritorios
con rostros pálidos exudando sudor
sorbido por las moscos aguijoneantes.
Afuera, el alto sol desvanece los arbustos de eucalipto desvencijados,
y dirige a las hormigas al profundo subterráneo;
los terregones polvorosos arrugan a
las monótonas plantas dispersas:
no hay ni una nube en el cielo que arroje
una sombra en la trémula planicie.
Impasibles molinos de viento, el ganado sediento se sostiene
desanimado por los tanques vacíos,
patea y agita sus cabezas
atormentados por los moscos, del crepúsculo al anochecer.
Así ha sido por diez días secos
y, aunque amo al desierto, me
he encontrado
soñando
con los eucaliptos erguidos cerca del arroyo de la montaña
donde la boronia roja florece,
donde los pájaros campana tintinean a través de la neblina matutina,
y el verdor se esconde del sol;
con agujeros en las rocas donde los Brumbis1 se deslizan
cual ágiles nube-sombras de los matorrales de Gidgi
a beber cuando la luna está baja.
Y, al encorvarme a beber, yo también,
justo al llevar mis manos encorvadas a mis labios,
me volvió el recuerdo de esta planicie afectada por la sequía
gracias a la pregunta petulante
de un niño agotado por el verano.
W. Flexmore Hudson
Traducción: Omar Rojas
p.169 The Penguin Anthology of Australian Poetry
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