Uno de los viajes más auténticos es el de aquel que permanece en el mismo sitio la mayor parte de su vida. Así es el viaje de Franco: 36 años recorriendo el mundo entero detrás de su vitrina con tortas de puerco. Apenas un cuadro de un metro de frente por dos de fondo: 3 mesitas para dos y el refrigerador que guarece los quesos, el salami y los vinos: tinto y blanco.
La isla de Franco es una en la que uno gusta naufragar. Aquí viene todo el mundo, me dijo mientras sacaba bonches de libretas negras estilo Moleskine. Me tendió una de ellas sobre la mesa, después de haber terminado de comer el salami y gorgonzola con chiles güeros y dijo: si te ha gustado la comida, escribe aquí.
Yo escribí, agradecido: la mejor comida de Roma. Yo escribí con la panza llena, el corazón contento y la melancolía de mi país. Yo escribí sin decirle que volvería a escribir en otro sitio sobre la isla que dejé para visitar la suya. Yo escribí pero no le dije que la memoria me traicionaba y no pensaba en sus tortas sino en las de Amparito en la Plaza Tapatía, o en las ahogadas de Moreno en Santa Tere. Yo escribí como el condenado que disfruta su última comida antes de andar al paredón o el náufrago que después de días a la mar, llega a una isla desierta y toma las primeras gotas de agua dulce. Yo escribí como quien no sabe escribir.
Publicado en El Occidental
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