Es curioso cómo, entre más próxima está la fecha de mi vuelta al continente, más pienso en la isla como si fuese una tierra extensa, capaz de llegar hasta cualquier rincón del planeta a través del ferrocarril. Hace días que ya no pienso en casa como una figura ejemplar, un sitio donde uno va a la cama y se resguarda de los males que la vida acecha. Me he vuelto sobre mi presente y, a la vez, desandado la tierra de los sueños y esperanzas para llegar, cómodamente, a una de realidades tangible, aunque siga coqueteando con altas dimensiones.
El Desierto Rojo o la Barranca del Cobre; Tulum o la Costa Dorada; Puerto Vallarta o Cairns. Puertos desde los que uno zarpa, puentes y cordilleras por cruzar. Una eterna vacuidad llena de nada; un invierno virado en espiral. ¿Por qué piensas que vas hacia delante cuando es el mundo el que viene hacia ti? ¿Por qué la prisa si el universo de todos modos ha de girar? Acaso una hamaca, un libro de Murakami y el atardecer menguante sobre el Pacífico, ese océano que tú
y yo miramos, cada quien desde su lado, cada costa con sus caracoles y almejas, pero agua salda, incolora y abundante, a final de cuentas.
Llega el tiempo en que uno simplemente deja de irse. Unos cuantos, afortunados, se sienten en casa; sin embargo, la mayoría, deambulamos de un punto a otro, achacándonos tareas fútiles y desquebrajándonos el lomo por unas cuantas monedas de incertidumbre. Lo curioso es que andamos y desandamos y no nos movemos. Simplemente, ya no vamos. El Desierto queda en la memoria del que lo cruzó, como un conocimiento del propio ser. La Barranca puede ser un acertijo, ya que los polos se disipan en las alturas y el trópico se reconcilia con la nieve sobre el mismo punto. Queda el agua, llámese océano, mar, lago o charco, sustancia simple, amiga de la vida. ¿Qué habrá en el fondo, allá en lo negro?
Publicado en El Occidental
El Desierto Rojo o la Barranca del Cobre; Tulum o la Costa Dorada; Puerto Vallarta o Cairns. Puertos desde los que uno zarpa, puentes y cordilleras por cruzar. Una eterna vacuidad llena de nada; un invierno virado en espiral. ¿Por qué piensas que vas hacia delante cuando es el mundo el que viene hacia ti? ¿Por qué la prisa si el universo de todos modos ha de girar? Acaso una hamaca, un libro de Murakami y el atardecer menguante sobre el Pacífico, ese océano que tú
y yo miramos, cada quien desde su lado, cada costa con sus caracoles y almejas, pero agua salda, incolora y abundante, a final de cuentas.
Llega el tiempo en que uno simplemente deja de irse. Unos cuantos, afortunados, se sienten en casa; sin embargo, la mayoría, deambulamos de un punto a otro, achacándonos tareas fútiles y desquebrajándonos el lomo por unas cuantas monedas de incertidumbre. Lo curioso es que andamos y desandamos y no nos movemos. Simplemente, ya no vamos. El Desierto queda en la memoria del que lo cruzó, como un conocimiento del propio ser. La Barranca puede ser un acertijo, ya que los polos se disipan en las alturas y el trópico se reconcilia con la nieve sobre el mismo punto. Queda el agua, llámese océano, mar, lago o charco, sustancia simple, amiga de la vida. ¿Qué habrá en el fondo, allá en lo negro?
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