Hay algo al fondo del océano, a mil metros bajo tierra, del otro lado del mar. Hay algo en la eterna vacuidad del silencio, en la oscura soledad del sol, en el tierno oleaje de una selva tropical. Hay algo que se revuelca, gira y desembrolla; patalea, cuchichea y sonríe sin voltear la mirada. Hay un hambre y una sed de tierra, una acuosa lágrima de caracol. El universo se disipa y se parte en dos: la roja tierra de un lado; la incesante oscilación turquesa por el otro. Pero también hay sombras para el día y manglares para el agua; sandalias para el hombre y pisadas para desandar. ¿Qué tan lejos puedes ir, antes de perder la senda de vuelta a casa? Acaso los senderos se cubran de hiedra, los puentes detonados --como en la vieja Yugoslavia-- o los ríos se vuelvan riachuelos con apenas una hebra acuosa que se estanca por aquí y allá. Y, si el San Juan de Dios aún corriera a la vuelta de tu casa, ¿sería necesario un puente?
Recuerdo de infancia: Sentados a la mesa en casa de mis abuelos me pregunta mi tía Cristina mientras me pasa un birote de la Central Camionera, de esos grandes y tostados, los únicos, originales: ¿Qué quieres ser cuando seas grande? Traigo a la mente las múltiples respuestas que da Miguel Mateos a ritmo de rock pero suelto la única que me parece confiable: vagabundo. El silencio corre sobre la mesa. Parece que hasta la olla de los frijoles ha parado su ciclo de cocción. Sí, vagabundo, afirmé ante las caras inquisitivas de los demás.
He dado la vuelta al mundo, por lo menos una vez. He caminado entre mapaches y ardillas entre árboles de Arce en el Hemisferio Norte y alimentado canguros bajo sombras de Eucalipto en el Hemisferio Sur. He visto la grandeza y ostentación de los reinados franceses, ingleses y austro-húngaros, pero también la sencillez, pobreza y gran corazón de los tarahumaras y huicholes, para los que la grandeza está en la naturaleza y la impermanencia del tiempo. He hablado y leído en varias lenguas, aunque siempre vuelvo a la materna, con orgullo, a escribir.
Sin embargo, después de tanto ir y venir, se que hay algo al fondo del océano, a mil metros bajo tierra, del otro lado del mar; algo que se revuelca, gira y desembrolla, patalea, cuchichea y sonríe sin voltear.
Publicado en El Occidental
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