19 de octubre de 2007

Plaza

Siempre me han gustado los centros comerciales. Bueno, acaso la palabra “siempre” no sea la adecuada. Digamos: desde que recuerdo, admitiendo que la memoria no es jocosa y socarrona, sino fiel y confiable. La mayor parte de mis tardes de adolescencia las pasé deambulando por las plazas, que aún no eran verdaderos centros comerciales, o malls, à la américaine. En Guadalajara, para mí, había cuatro puntos principales, según la siguiente clasificación: Plaza México, a donde iban las niñas fresas y los pseudos-pandilleros que luego habrían de volverse empresarios; Plaza del Sol, sitio declarado para las aventuras más temerosas, donde era posible guardar el anonimato, hasta cierto punto. Las otras dos plazas estaban ubicadas a la distancia, en rincones del planeta a los que sólo se llega después de invertir demasiado esfuerzo y una gran fuerza de voluntad. Además, para ir a éstas, era necesario contar con un motivo preciso. A Plaza Patria fui una vez, una única vez, como parte de mi entrenamiento en el equipo de atletismo. Corrimos desde la prepa hasta allá, ida y vuelta. No más. La última plaza en la clasificación estaba más allá de los confines del mundo, donde acaba la ciudad, al otro lado del antiguo río, ahora la Calzada Independencia. De la Plaza Tapatía sí guardo una que otra memoria: los lonches –aunque mi amigo el Tuzo se burle de la palabra lonche, a mi me gusta la deformación de la sajona lunch—de Amparito, la plaza de los hippies, la fuente de los niños orinando.
Mi juventud también corrió a lo largo de pasillos de centros comerciales. El Pacific Centre Mall de Vancouver me sirvió de cobijo durante los trayectos al trabajo durante los fríos días de invierno. Para llegar a la pizzería podía escoger, básicamente, dos caminos: el del Mall y la Granville, avenida que también es un centro comercial, pero urbano, al exterior, como algunos arquitectos de la vieja ola gustan llamarle.
Ahora, durante mis años de candidato a doctor en filosofía desando los rincones de Northland, centro comercial al norte de Melbourne.
Sin embargo, no compro ni veo aparadores. Rara vez entro a una tienda que no sea librería, disquera o cafetería. No me gustan las multitudes, las ofertas ni los últimos gritos de temporada. Entonces, ¿qué chingados hago? Miro y me consuelo en el ruidoso silencio de las masas.

Publicado en El Occidental

No hay comentarios.:

Publicar un comentario