Para un escritor, el viaje hacia el escritorio es el más difícil de lograr. Cientos de buenas historias se fraguan cada día sobre la cama o en el deambulaje citadino del aquí para allá. Si escribo sobre el escritor, y no sobre el plomero, carpintero o vendedor de seguros, es porque, al postrarme sobre el teclado blanco, encorvado ligeramente y con los dedos queriendo tocar el saxofón, me vuelvo un escritor, aunque sea de grafías inconexas o sinsentido -léase nonsense, al estilo de la época de Lewis Carroll-, y vierto el alma sobre las palmas de la mano. Si la identidad de una persona puede esclarecerse, gracias a sus huellas dactilares o a su dentadura, ¿quiere esto decir que la escritura y la gastronomía son pilares de la conciencia humana?
Sin embargo, de tantos viajes que uno hace, de tantos ires y venires entre mapas desconocidos, siempre hay un punto al que uno llama casa. Es allí, muy dentro, muy lejos, muy al fondo, donde uno se encuentra a sí mismo, de nuevo, sin historias que contar o viajes que plasmar sobre el teclado. Es entonces cuando uno se pregunta: si el viaje es viaje simplemente por serlo, ¿de dónde la necesidad de contarlo, de transmitirlo y volverlo digerible para otro, acaso ningún lector? ¿Para qué chingados escribir si puede que a nadie le importe un carajo lo que uno vaya a decir?
Ahora, en cuanto al traslado, ¿es necesario el movimiento para el viaje? ¿Puedo volar e ir de un mundo a otro sin despegar la espalda del sillón Ikea blanco de la sala de mi casa? ¿en qué consiste la capacidad de elección? Yo he viajado, no tanto como he querido, lo acepto, pero lo suficiente para hacerme de una visión del mundo occidental. De cierta manera he ido formando un juicio de valor sobre las posibilidades del viaje, no solo entre ciudades sino entre la cama y el escritorio. Mi elección sobre un `buen lugar´ radica en la posibilidad de hacer este viaje de la manera más placentera y con el mínimo de distracciones no deseadas. Si decido andar en bicicleta, me toma entre 17 y 22 minutos llegar al doble escritorio de la universidad. El camino es placentero para aquel que guste de la naturaleza: entre la cama y la mesa hay un trayecto que va a lo largo de un arroyo o riachuelo. Justo como si me transportara a los toboganes en el bosque La Primavera, a El Coto de la Autónoma o la última sección de Ciudad Bugambilias, por 20 minutos, para luego poder seguirle dando a la actividad intelectual, a la creación de patrones y esquemas inútiles pero que en un país `civilizado´ dan de comer. Así, escribo, y al hacerlo dejo que el viaje fluya y que alguien, acaso nadie, tal vez, se anime a seguir viajando. Acaso sea un mero intento por no pensar en la muerte.
Sin embargo, de tantos viajes que uno hace, de tantos ires y venires entre mapas desconocidos, siempre hay un punto al que uno llama casa. Es allí, muy dentro, muy lejos, muy al fondo, donde uno se encuentra a sí mismo, de nuevo, sin historias que contar o viajes que plasmar sobre el teclado. Es entonces cuando uno se pregunta: si el viaje es viaje simplemente por serlo, ¿de dónde la necesidad de contarlo, de transmitirlo y volverlo digerible para otro, acaso ningún lector? ¿Para qué chingados escribir si puede que a nadie le importe un carajo lo que uno vaya a decir?
Ahora, en cuanto al traslado, ¿es necesario el movimiento para el viaje? ¿Puedo volar e ir de un mundo a otro sin despegar la espalda del sillón Ikea blanco de la sala de mi casa? ¿en qué consiste la capacidad de elección? Yo he viajado, no tanto como he querido, lo acepto, pero lo suficiente para hacerme de una visión del mundo occidental. De cierta manera he ido formando un juicio de valor sobre las posibilidades del viaje, no solo entre ciudades sino entre la cama y el escritorio. Mi elección sobre un `buen lugar´ radica en la posibilidad de hacer este viaje de la manera más placentera y con el mínimo de distracciones no deseadas. Si decido andar en bicicleta, me toma entre 17 y 22 minutos llegar al doble escritorio de la universidad. El camino es placentero para aquel que guste de la naturaleza: entre la cama y la mesa hay un trayecto que va a lo largo de un arroyo o riachuelo. Justo como si me transportara a los toboganes en el bosque La Primavera, a El Coto de la Autónoma o la última sección de Ciudad Bugambilias, por 20 minutos, para luego poder seguirle dando a la actividad intelectual, a la creación de patrones y esquemas inútiles pero que en un país `civilizado´ dan de comer. Así, escribo, y al hacerlo dejo que el viaje fluya y que alguien, acaso nadie, tal vez, se anime a seguir viajando. Acaso sea un mero intento por no pensar en la muerte.
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